viernes, 10 de febrero de 2012

UN EPISODIO MÁS DE LA “SENSACIÓN DE INSEGURIDAD URBANA”

"Siempre es difícil volver a casa"

CRONISTA:COM  Buenos Aires ya no es lo que era. Si bien lejos en estadísticas criminales de otras grandes ciudades como San Pablo o Caracas, la “sensación de inseguridad” parece cada vez más una frase para correr el problema del foco. “Siempre es difícil volver a casa”, el título del libro de Antonio Dal Masetto, se aplica perfectamente a esta crónica que, por suerte, o tal vez por esas cosas del destino, puedo escribir

HORACIO RIGGI Editor de

Negocioshriggi@cronista.com

Son las nueve y media de la noche del domingo 15 de enero, acabamos de llegar de vacaciones. En Buenos Aires el calor agobia. Está lindo para cenar al aire libre. La decisión con mi mujer está tomada, vamos y vamos caminando a un bar cerca de casa, por Palermo. 
La cena, la cerveza. Todo es ideal, pero no tanto. Hay que regresar.
“Siempre es difícil volver a casa” es un libro del genial escritor Antonio Dal Masetto que leí cuando era chico y nunca me imaginé que podía tenerlo tan presente esa noche.
El regreso es un poco tenso. Hay poca gente en la calle, y eso no nos gusta. Son las once y media. No hablamos, caminamos como apurados, como dándonos cuenta que algo malo puede pasar. No sabemos bien por qué. En realidad creemos saberlo. Tenemos ‘sensación de inseguridad’. 
Una pareja de adolescentes fuma sentados en la entrada de un edificio, otro adolescente cruza la calle en diagonal. Un hombre cierra un negocio de artesanías. Hay algo de luz ¿Por qué tener miedo? De hecho estuve en lugares inseguros de verdad como Ciudad Juárez (México), Caracas, Bogotá o la favela Cidade de Deus (en Río de Janeiro, Brasil). 
Igual, le digo a mi mujer que hay que seguir por Soler que está iluminado, que Paraguay es más oscuro. Se lo digo y enfilamos por el hermoso empedrado que nos lleva 100 metros más allá al puente más nuevo que tiene la Ciudad, el de Soler y Juan B. Justo. Pero antes de pasar, veo de reojo a dos muchachos que caminan pegado al puente. Es que entre el puente y lo que fueran las ex Bodegas Giol y hoy se construye el Polo Científico Tecnológico hay un pasillo de tierra que desemboca en Soler. Los muchachos apuran el tranco. Mi instinto hace que empuje a mi mujer para que se adelante. Me rodean, sacan un cuchillo casero de dimensiones notables (faca en el idioma carcelero). Los tengo a un metro, mi mujer grita y llora un poco más allá. La escucho pero no la veo. Mi atención está puesta en el cuchillo. No me dicen nada, no me piden nada. Los años de defensa personal que practiqué a escondidas de mi familia, sirven de poco: me tiemblan las piernas. Acá los códigos son otros. Les digo ‘paren, paren’, pero no paran. El del cuchillo me tira una puñalada al cuerpo, pero increíblemente logro pegarle con mi mano izquierda en su puño y el cuchillo no me roza. Les tiro un celular y corro, corremos todos. Mi mujer y yo hasta la esquina donde hay un auto con una familia tocando bocina porque vio todo el episodio. Nos ofrecen ayuda. Los ladrones de unos 20 años aproximadamente corren con el trofeo: un celular de no más de $ 500. No se llevan la cartera de mi mujer, ni mi dinero, ni mi billetera, ni mi reloj. 
Mi mujer sigue llorando. Yo se que lo peor pasó, pero mi proceso va por dentro. No pido pena de muerte, trato de comprender que esos pibes no tuvieron la posibilidad que yo tuve. Sí me culpo de no haber tomado un taxi. 
Cruzamos Juan B. Justo corriendo. Otro auto que ingresa a un edificio de categoría al lado del Sanatorio Los Arcos nos vuelve a ofrecer ayuda. Estamos a tres cuadras de casa. Seguimos al trote. Nos detenemos cuando vemos a un policía. Le contamos lo que pasó. “Uh, qué macana”. “Mirá la denuncia la tenés que hacer en la 25, la que está sobre Scalabrini Ortiz casi Loyola. Yo no puedo hacer nada porque no soy de la 25”, dice el oficial apostado en el tradicional restaurante Trapiche de Paraguay y Humboldt.
Llegamos a casa y entonces llamo al 911. “Usted está en el lugar dónde fue el robo”, me sorprende una voz femenina. “No, no estoy en ese lugar porque precisamente ahí me robaron”, le respondo. “Ahh, lo lamento pero entonces no le puedo enviar ningún móvil”, me aclara. 
Llamo a mi teléfono robado. “Si, te afené yo”, me dice el supuesto ladrón. “Tenés $ 500, dejás el teléfono y te doy la plata”, le ofrezco. “No, vos me vas a mandar a la gorra (policía). Yo quiero $ 1.000 y mando a uno que no tuvo nada que ver en esto a Honduras y Juan. B. Justo”. Fin del intento de negociación. 
Dormimos nerviosos y al otro día a la mañana paso con mi auto por el lugar del robo. Para mi sorpresa había un policía. “Oficial, anoche me robaron justo acá”, le digo. “Si, flaco, no pases de noche. Yo estoy hasta las 17hs, después es inseguro porque a mi no me reemplaza nadie”, me responde.
Esa noche (la del lunes) vuelvo desde el diario a mi casa y paso en el auto por Soler y Juan B. Justo. En el mismo lugar donde la noche anterior me habían robado y en el mismo lugar donde a la mañana había encontrado al policía, me para el control de alcoholemia. Bajo la ventanilla y le digo. “Flaco, por qué no estabas ayer, acá me robaron”. La respuesta fue la frutilla del postre. “Yo estoy acá tan desprotegido como vos. Además, Macri nos contrata pero no tenemos ART, si me pisás un pie y te vas yo me quedo con el pie roto y tal vez sin trabajo”.
La denuncia en la Comisaría 25 no la hice. Está claro, yo estoy fuera de la ley.

FUENTE:Publicado por www.cronista.com

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