martes, 9 de octubre de 2012

El francotirador- Noticias y Protagonistas
MáS ALLá DE LA LóGICA
El miedo a hablar claro
Adrián Freijopor Adrián Freijo Una nación está en peligro cuando su Presidente habla todos los días y se cree la persona más importante de su país”. Arturo Illia, presidente de los argentinos 1963-66, derrocado.
La Argentina se ha llenado de palabras. Hablan los gobernantes, hablan los opositores, hablan los empresarios, hablan los punteros políticos. Hablamos todos.
Esas palabras llevan consigo cada vez más crispación, más agresividad y casi nada de razón. Razón, esa característica distintiva del hombre que parece evaporarse cuando las pasiones ganan su espíritu y el “ganar” –que en el fondo significa “poseer”- se vuelve una obstinada persecución que lo aleja del otro.
Es difícil aceptar que durante mucho tiempo hemos ido acumulando resentimiento hacia el prójimo; pero algo de eso debe de haber. Tal vez porque se nos ha obligado a sobreactuar democracia apestillándonos machaconamente que cualquier crítica, aún ante lo obvio, era parte de una cultura golpista o desestabilizadora. O quizá porque durante estos treinta años nos hemos dedicado mucho más a construir una cultura del “tener” que del ser, y ello, en el fondo, repugna a los hombres justos aunque no se animen a expresarlo.
Será acaso que hemos visto tantas veces destrozado el fruto de nuestro esfuerzo por errores ajenos o simplemente porque hasta nuestros amores primarios han sido desgarrados por esa realidad. Pero estamos resentidos. De otra manera no puede entenderse la permanente descalificación que hacemos de quien esgrime argumentos que no sean los nuestros, o el renacimiento de palabras como odio, muerte, palos y otras que hoy son comunes en el lenguaje de los argentinos.
Tal vez sea este fenómeno aquél en el que debemos detenernos, y al hacerlo descubramos que si logramos resolver ese resentimiento comenzaremos a solucionar las expresiones más abyectas del mal vivir. Porque si todos nosotros fuésemos capaces de estirar la mano al otro, de entenderlo o al menos intentarlo,  de amarlo en su diversidad y de ceder espacios propios en beneficio de los ajenos, comenzaríamos a lograr caminos comunes para enfrentar a los energúmenos que hoy tanto se aprovechan de nuestra anomia individualista.
La Presidenta es un mal ejemplo de lo que debemos hacer los argentinos. Habla, habla y habla y no tan sólo no logra salirse de los clichés enunciativos, sino que agrede a diestra y siniestra basándose en argumentos tan absurdos que muchas veces nos hace dudar de su equilibrio mental o emocional.
Dispara contra adolescentes imputándoles estar en Harvard y recordándoles lo costoso que ello es… y se olvida que su propia hija pasó dos años estudiando en Nueva York habitando un lujoso departamento de dos millones de dólares que le pertenece a la familia Kirchner.
Manda a sus funcionarios a despreciar a una clase media enojada que comenzó a manifestarse el 13 de setiembre, y para hacerlo, todos ellos deben salir de sus costosos departamentos ubicados en los barrios más caros de Buenos Aires y abandonar por un instante vidas plagadas de rumbosidad sin justificación alguna.
En la Argentina de Cristina, tener una buena situación económica es siempre motivo de sospecha, descartándose absolutamente la posibilidad de que la misma haya sido conseguida con esfuerzo, trabajo y honestidad. Por algo el sabio dicho sostenía que “el ladrón cree a todos de su condición”.
Cristina ha perdido el rumbo. Porque en los momentos más difíciles del hombre, tiene que aparecer una valla final de contención que no es otra cosa que sus principios. Y la Presidenta  –en realidad la clase política argentina- carece absolutamente de ellos.
Cristina habla y descalifica porque no encuentra ni encontrará jamás la forma de hacer y calificar sus actos a la luz del esfuerzo, la verdad y el trabajo honesto. Cuando sostiene que su fortuna proviene de su “exitosa” carrera de abogada, realmente cree que la población no va a tomar nota del disparate y va a consolidar la convicción generalizada de que la misma proviene de la corrupción que ella y sus secuaces instalaron como descarada forma de gobierno.
Cuando habla de la distribución de riqueza, termina convenciéndose de que ninguno de nosotros va a ver la miseria que baila a nuestro alrededor, o a quienes con frecuencia cada vez mayor duermen en los portales o mendigan en las esquinas.
Cuando proclama institucionalidad, parece olvidarse de Oyarbide, los ataques a la prensa, los piquetes para impedir la circulación de periódicos, la compra amañada de canales de televisión o radios, la desvergüenza ya impresentable de los Víctor Hugo, o las expropiaciones a empresas de las cuales en muchos casos ni el dueño se conoce.
Cristina miente. Se miente, nos miente. Y nadie en su entorno se anima a avisarle que la gente está cansada, que cada aparición suya representa un puñado de aplausos interesados y millones de personas enfurecidas, y que las calles del país comienzan a llenarse peligrosamente de argentinos en busca de respuestas.
Cristina no encuentra el equilibrio del Gobierno porque prefiere ensimismarse en el placer del poder. Y los que mañana la abandonarán a su suerte y seguramente se convertirán en sus peores detractores la dejan hacer y volar como un barrilete sin cola.
Cristina sigue aferrada a un guarismo electoral que su imperial visión le impide comprender que no está escriturado, no le pertenece y nunca se mantendrá estable en una sola persona. Tal vez si no se hubiese emperrado en escribir una historia nueva, amañada e irreal, algo de esto podría haberle preguntado a Alfonsín en vida o a Menem, De la Rúa o Duhalde hoy. Ellos también creyeron, cada cual en su momento, que la lluvia de votos que los consagró iba a dejarlos quietos, conformes y callados para siempre.
Así, Cristina es diminuta, como diminuta es la historia reciente de los argentinos.
No soy aquí, ni soy de allá…
… parecía cantar la Presidenta mientras desgranaba en Harvard agravios despectivos, mentiras flagrantes e incoherencias defensivas. Aquellos versos de Facundo Cabral parecieron por un momento enmarcar la presencia de esa mujer, que para enojar a quienes estaban frente a ella en Nueva York, terminó descalificando a quienes a miles de kilómetros la miraban en La Matanza.
Y la cara de embeleso de los aplaudidores (como si no hubiesen tomado nota del disparate o, lo que es peor, como si no se les importaran las consecuencias) vuelve a traernos el recuerdo del juglar cuando contaba: mi abuelo era un hombre muy valiente; sólo le tenía miedo a los boludos. Un  día le pregunté ¿por qué? Y me contestó: “porque son muchos, ¡no hay forma de cubrir semejante frente! Por temprano que te levantes, adonde vayas está lleno de boludos, y son peligrosos: al ser tantos, eligen hasta al presidente”.
Y no se trata por cierto de calificar tan duramente a quienes en octubre votaron por el oficialismo. Sea por lo que fuese, el voto popular está siempre revestido de sacralidad y su decisión merece un respeto inalterable.
Se trata de señalar como los boludos del abuelo a todos aquellos que, logrando estar en las cercanías del poder, no tienen ni enjundia ni capacidad para marcarle al jefe de turno sus errores, moderarlo y, si es necesario, reconvenirlo para que trate de ver la realidad.
Y que prefieren el silencio cómodo e interesado, aunque el mismo lastime a millones, o dañe irreparablemente a quien falsamente aplauden.
La voz que nunca calla

La soberbia es una discapacidad que suele afectar a los pobres, infelices mortales, que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”. Así hablaba José de San Martín, el único Padre de la Patria, sin que lo escucharan ni sus contemporáneos ni quienes le siguieron en la historia. Y el Menem hermoso y seductor, el Alfonsín único demócrata de su generación, el De la Rúa que sentado en el Olimpo de la nada creía que ni explicaciones debía dar, el pingüino atemorizante o la pingüina eterna, parecen ser ejemplos inequívocos de esa sordera moral. Tal vez por eso la historia, sabia y reiterada, les será seguramente esquiva.  Noticias y Protagonistas

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