Una idea instalada en gran parte de la sociedad argentina es la antinomia entre “mercado vs. Estado” y el convencimiento de que el progreso y la equidad dependen de la presencia y el fortalecimiento del sector público. Con estos argumentos se justificó un enorme crecimiento en el tamaño del Estado que llevó a que entre los años 2003 y 2014 el gasto público creciera desde el 21% al 38% del Producto Bruto Interno (PBI).
Entre los componentes más importantes de aumento del gasto público aparecen los subsidios económicos, la masiva contratación de nuevos empleados públicos y la distribución discrecional de jubilaciones sin aportes. Para financiar este proceso se elevó a niveles récords la presión impositiva y se apeló a la emisión de dinero sin respaldo.
¿Cuán consistente y estrecha es la asociación entre tamaño del sector público y progreso y equidad? Tomando datos del FMI y la OECD correspondientes al año 2014 se detectan las siguientes tendencias:
En los países nórdicos, el gasto público oscila alrededor del 50% del PBI; aquí se inscriben Finlandia (58%), Dinamarca (57%), Suecia (50%) y Noruega (45%).
En países como Australia (40%), Canadá (37%) o Estados Unidos (36%), el gasto público se ubica en el orden del 40% del PBI.
Entre los vecinos, como Uruguay (32%) o Chile (26%), el gasto público se ubica en el rango del 30% del PBI.
Estos datos muestran que la experiencia internacional es muy variada tanto que no permite avalar una relación lineal y directa entre tamaño del Estado y prosperidad. Es cierto que entre los países que han logrado los más altos niveles de desarrollo social el sector público administra más de la mitad del PBI. Pero también hay países que con un sector público proporcionalmente más chico, incluso inferior al de Argentina, logran altos estándares de vida. La comparación también muestra el agigantamiento del sector público argentino en relación a los países vecinos.
Las evidencias demuestran que desde el punto de vista del progreso de una sociedad lo importante no es la cantidad de recursos con que cuenta el Estado sino el sentido estratégico con que los asigna y la calidad de su gestión. Esto explica por qué aun cuando el sector público argentino dispone de enormes presupuestos, la población sufre el desamparado que genera la ausencia del Estado.
Las consecuencias son visibles. Desde el estupor por la precariedad del sistema de seguridad, a la impotencia por la falta de infraestructura y la improvisación antes las inundaciones. Desde la resignación con la cual muchas familias realizan un gran esfuerzo para pagar a sus hijos una escuela privada frente a la percepción de deterioro de la educación pública, hasta el malestar que generan los cortes de suministro eléctrico y la precariedad del transporte público de pasajeros.
El nuevo gobierno enfrenta un doble desafío. El más urgente es moderar el crecimiento del gasto público. Manteniendo las actuales tendencias se genera una emisión de pesos tan alta que hace inviable los intentos por revertir el proceso inflacionario. Pero el más importante y complejo desafío es fortalecer genuinamente el Estado. Esto requiere mucho profesionalismo y valentía para “desprivatizar” amplias áreas del sector público donde se han enquistado empleo público espurio, ineptitud, mafias y redes de corrupción.
Es clave desmitificar la idea de que para generar más presencia del Estado se requiere más gasto público. Por el contrario, el Estado presente es el que asigna y administra eficientemente sus recursos. Esto implica, por un lado, recorrer el arduo camino de eliminar la corrupción, el empleo público improductivo y los subsidios a gente de altos recursos, y, por el otro, la difícil tarea de imponer nuevos estilos de gestión en cárceles, comisarías, juzgados, escuelas, hospitales, agencias reguladoras y otras áreas del Estado.
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