Los actos de corrupción ejecutados por el gobierno anterior van quedando cada vez más al desnudo adquiriendo visos grotescos. La captura de un ex funcionario en el desesperado intento de esconder bolsones con dinero en un convento coronan los hallazgos de activos de difícil justificación que se vienen dando entre funcionarios, empresarios, familiares y amigos. A medida que avanza el accionar de la Justicia, emergen nuevas evidencias de actos delictivos.
El fenómeno, además de indignación, genera intensas polémicas en torno a sus orígenes. ¿Se trata de hechos aislados derivados del accionar de algunos funcionarios inescrupulosos? ¿O se trata de un fenómeno más generalizado y sistémico que trasciende el accionar indecoroso de algunas personas?
Una forma de echar luz sobre estos interrogantes es analizar cómo se estructuró el manejo de los recursos destinados a la inversión en infraestructura en los últimos años. Según datos de la CEPAL se observa que:
La inversión en infraestructura pasó de 4,6% del PBI por año en el período 1990–2003, al 2,9% del PBI por año en el período 2004-2012.
Entre los años 1990 y 2003, el 12% del total de la inversión era estatal y el 88% privada.
Entre los años 2004 y 2012, la inversión estatal pasó a ser el 73% mientras que la privada se redujo al 27% del total.
Estos datos muestran que en los últimos años se invirtió menos en infraestructura y se modificó radicalmente la modalidad de gestión. Mientras que entre los años 1990 y 2003 los funcionarios públicos gestionaban de manera directa poco más de 1 de cada 10 pesos que se invertían en infraestructura, en el período 2004 – 2012 pasaron a manejar 3 de cada 4 pesos de obra pública. Medido sobre el PBI actual, sería asimilable a haberle dado al funcionario público de turno el manejo de $100 mil millones de pesos más de manera discrecional. Bajo esas condiciones no debería extrañar el enorme déficit de infraestructura acumulado y la masificación de la corrupción.
Delegar la gestión de la inversión en infraestructura al sector privado no es garantía de transparencia, pero reduce riesgos al permitir concentrar el esfuerzo público en montar sistemas más eficientes de monitoreo. En cambio, cuando el funcionario es el que maneja de manera directa y discrecional los recursos públicos, las posibilidades de corrupción se potencian, máxime en entornos de procedimientos públicos vetustos y obsoletos y de poco apego a los controles. Se trata de un fenómeno que trasciende la Argentina, como lo demuestra la profunda crisis que sufre Brasil luego de que se hiciera pública la corrupción estructural que rodea a la gestión de la inversión pública.
Las modalidades más modernas para el desarrollo de infraestructura se basan en una inteligente articulación entre los roles públicos y privados. En general, se tiende a que el Estado se concentre en la programación, regulación y control de calidad de las obras y servicios, mientras que el sector privado aporta financiamiento y la ejecución de la inversión asumiendo riesgos. Esta es la modalidad prevaleciente en los países avanzados y la que mejores resultados ha brindado a la región donde Chile es el que más la ha aprovechado. Los resultados positivos se producen porque el esquema permite concentrar la capacidad pública en definir reglas y controlar, liberando al Estado de la necesidad de financiar la inversión y, lo que es más difícil, de ejecutarla con razonables niveles de eficiencia.
La nueva administración tiene un doble desafío. Por un lado, elevar sustancialmente la inversión en infraestructura productiva y social, en especial, en las regiones más postergadas. Por el otro, hacerlo de manera más eficiente y transparente. Para eso, no alcanza con funcionarios honestos. Es fundamental innovaciones institucionales que concentren el rol público en definir objetivos y monitorear su cumplimiento y delegar en el sector privado el aporte de capitales y su gestión, asumiendo riesgos.
Publicado por IDESA - Enviado por mail- www.idesa.org
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