Las viejas religiones nos enseñaban que también puede pecarse de pensamiento. La democracia, en su combate con las viejas religiones, ha distinguido entre pecado y delito, hasta lograr que todos los pecados sean inocentes y todas las virtudes delictivas. Así ha hecho realidad el designio paternalista del Gran Inquisidor de Dostoievsky: «Nosotros les enseñaremos que la felicidad infantil es la más deliciosa. (…) Incluso les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Y ellos nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros».
Pero la democracia, como sucedáneo religioso que es, no ha renunciado a penalizar sibilinamente los pensamientos. Tocqueville lo explicaba en “La democracia en América”: «Los tiranos habían materializado la violencia; pero las repúblicas democráticas de nuestros días la han hecho tan intelectual como la voluntad humana que quieren reducir. El despotismo, para llegar al alma, golpeaba vigorosamente el cuerpo; y el alma, escapando a sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: “Pensad como yo o moriréis”, sino: “Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. (…). Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte”».
Para lograr este objetivo, la democracia no violenta las almas, sino que las moldea a su gusto mediante métodos de control social, para que nadie tenga la impresión de estar obedeciendo, sino abrazando (¡con auténtico fervor democrático!) sus directrices. Hasta hace poco, tales métodos de control social, aunque muy sutiles, actuaban desde instancias externas a nuestro pensamiento. Con Twitter, sin embargo, la democracia ha logrado controlar los (pido perdón por la hipérbole) pensamientos de la llamada “ciudadanía” desde dentro; pues –como ha escrito Santiago Alba Rico– «nuestra cabeza es ya la red misma, pensamos directamente en Twitter, sin pasar por nuestro propio cerebro». De este modo, la democracia alcanza su apoteosis: puede generar pensamiento uniforme haciéndonos creer que somos más libres que nunca (y la máxima expresión de esta libertad uniformizada sería el retuiteo, ese regüeldo automático del pensamiento); y, a la vez, puede fiscalizar de manera instantánea todos nuestros pensamientos mediante algoritmos, de tal manera que ya no haya secretos para el Gran Inquisidor. Gracias a Twitter, todos nuestros pensamientos automáticos (todos nuestros pensamientos democráticos) están controlados por un nuevo Sauron, que al fin dispone de aquel Anillo Único «para gobernarlos a todos, para encontrarlos a todos, para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas».
En esta democracia tuitera que ha culminado la tiranía del alma profetizada por Tocqueville aparece de vez en cuando un pobre psicópata deseando la muerte a un ministro, o la violación en manada de una diputada. Pero la democracia debe ser comprensiva e indulgente con estas expansiones, tan propias de esa felicidad infantil que procura la abolición del pecado, del mismo modo que las viejas religiones eran comprensivas con los sueños de naturaleza lasciva. A fin de cuentas, a cambio de unos pocos sueños húmedos en forma de exabruptos, Twitter proporciona el instrumento más sofisticado de control social jamás urdido, la fiscalización plena del pensamiento… ¡la auténtica parusía democrática!
ABC, 2 de diciembre de 2017
DE PRENSA REPUBLICANA -
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