Por Alberto Medina Méndez
COLUMNISTA
La euforia ha ocupado un lugar preponderante en este momento político, como pocas veces antes había sucedido. Tal vez ha sido un fenómeno demasiado desproporcionado. La alegría generada por el fin de un ciclo ha empujado, casi inevitablemente, a un exitismo algo desmedido.
Lo que ha quedado atrás fue realmente lamentable, nefasto, patético. No solo lo económico ha quedado virtualmente destruido, sino que también lo institucional ha sentido el impacto de una era de absurdos dislates.
En este contexto, el punto de partida desde el que se debe emprender el nuevo viaje estará plagado de contrariedades. Es justamente por eso, que resulta imprescindible abandonar la actual dinámica de los festejos anticipados para pasar a una fase más operativa, la de la acción concreta, esa que marcará ineludiblemente el verdadero sendero a recorrer.
Todos recitan esta idea de que lo que viene no puede ser peor que lo anterior, y que inexorablemente al concluir este primer tramo, el país estará en condiciones inmejorables de mirar el porvenir con mayor optimismo.
Ese recorrido entre el presente y el futuro, ni siquiera se ha iniciado. Las emotivas celebraciones, la felicidad incontenible de muchos y las enormes expectativas de tantos ciudadanos que se gestaron desde la bisagra política que produjo el resultado electoral reciente, no ayudan demasiado a transitar este trayecto de un modo sensato, prudente y racional.
Es vital entender que no es saludable saborear el triunfo antes de lograrlo. Luego de esta etapa funesta que se ha vivido viene otra, bien diferente, repleta de sacrificios e inconvenientes. Los escollos estarán por todas partes y no todos se han explicitado de un modo transparente como para estar seguros de que solo se trata de un difícil trance sobre el que todo se sabe.
Hoy se visualiza, pero con cierta dificultad, una larga lista de problemas que se deberán afrontar. También queda claro que al concluir esa compleja instancia se estará en una mejor posición, y que desde ese momento recién se podrá construir con elementos más tangibles, el desarrollo anhelado.
Para que eso suceda falta bastante y lo que habrá que atravesar no será nada sencillo. Los tropiezos serán múltiples, los desafíos que deben ser superados son extremadamente exigentes, y las soluciones a cada uno de esos obstáculos requieren de una fortaleza enorme, ideas absolutamente claras e implementaciones muy precisas, pertinentes y atinadas.
Lo que ha quedado atrás era malo, muy malo, pero nadie puede ofrecer garantías sobre el futuro inmediato. Por eso importa comprender la naturaleza de este proceso y concentrarse con muchas energías en lo cotidiano, en el paso a paso, para sortear con perseverancia, algunos de los problemas que forman parte del extenso inventario heredado.
Administrar la transición no será nada fácil. Muy por el contrario será muy difícil, pero no solo por la inusual complejidad de los asuntos, sino porque en ciertas cuestiones no existe siquiera un acuerdo razonable, ni en la sociedad, ni en la política, acerca de cómo encarar las eventuales soluciones.
Fue posible construir un consenso relativamente sólido para vencer en las urnas al oficialismo de turno, pero gobernar requiere de un talento totalmente distinto, y la ausencia de buenas ideas, de planes debidamente diseñados, a lo que se agrega el desconocimiento de la real situación recibida, parecen ser solo una parte del intrincado escenario a enfrentar.
Es razonable que se haya festejado con entusiasmo, pero se debe tomar nota de que la batalla no ha concluido. El populismo solo se encuentra agazapado, esperando su nueva oportunidad y no se quedará inmóvil después de la derrota. Ellos son parte del juego y se asegurarán de que los que tienen responsabilidades no se salgan con la suya. Una gestión exitosa en el presente sería el verdadero final de esa generación de demagogos que gobernó tanto tiempo y no están dispuestos a resignarse a esa situación.
La lucha política será contra propios y extraños, y las dificultades se presentarán desde el primer momento, de un modo hostil, sin dar tregua alguna que permita reordenar las fuerzas para abordar cada asunto.
Se necesitará de suficiente paciencia ciudadana y, bajo esas circunstancias, será trascendente colocar las expectativas en el lugar apropiado. No menos relevante será que la sociedad toda internalice su rol esencial en este período, acompañando con vigor lo que se haga bien y señalando con idéntico énfasis cuando se desvíe el rumbo o los ritmos sean exageradamente graduales.
El tiempo de los festejos terminó y ya forma parte del pasado. Hablar de futuro como si todo estuviera resuelto, también sería un imperdonable error. Habrá que encaminar los bríos con firmeza para actuar con un astuto sentido de la oportunidad, y de ese modo solucionar los problemas uno a uno o, al menos, mitigar sus infames daños habituales.
Es indispensable poner el máximo de concentración posible en superar esta coyuntura con mucha inteligencia. Se deben orientar todas las energías en esa dirección. De nada sirve vivir hablando del pasado y mirando por el espejo retrovisor. Tampoco resulta útil cantar victoria antes de tiempo. En todo caso, bien vale prepararse con gran determinación para enfocarse en la transición.
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