"Un juez tiene que ser un señor; si sabe derecho, mejor".
Máxima inglesa
El espectáculo que nos brindó Hebe de Bonafini desde que fue llamada a prestar declaración indagatoria por un juez, que el jueves culminó en la pista mayor del circo porteño, muestra a las claras en qué estado han quedado las instituciones de la República tras décadas de corrupción y de complicidad de los magistrados federales de todas las instancias, ya incapacitados de impartir Justicia sobre la ciudadanía atónita ante la falta de aptitud moral y el enorme desprestigio que los cubre, agravado por el conventillo en que han transformado Comodoro Py.
A partir de ahora, ¿habrá alguien que obedezca un mandato judicial?, ¿aceptará mansamente cualquiera que un Martínez de Giorgi, un Rafecas, un Canicoba Corral, un Casanello, un Freiler, un Ballestero, una Figueroa, un Rosanski, etc., pretenda juzgarlo?
Pero, por encima de todos ellos y con facultades disciplinarias que pueden llegar hasta la destitución, está el Consejo de la Magistratura. La sociedad entera debiera montar guardia en su puerta del edifico para exigirle, simplemente, que cumpla el deber que la Constitución le asigna, y deje de ser el extorsionador en que se convirtiera desde que el ¿Frente para Qué?, imponiendo su mayoría automática, modificó su composición para permitir a la política entrar por la ventana. Mauricio Macri debería enviar ya mismo, sin dilación alguna, un proyecto de ley al Congreso para abolir esos cambios.
Bonafini está imputada por la comisión de varios delitos -defraudación al Estado, emisión de cheques sin fondos y malversación de caudales en los sueños que compartió con sus hijos putativos, los Shoklender- y se declaró, desde el mismo momento en que fue citada a prestar declaración indagatoria, en explícita rebeldía; para demostrarlo, calificó al magistrado que la convocaba, y por añadidura al Presidente de la República, con los más gruesos epítetos, además de seguir en su inveterada postura de incitar a la subversión contra los poderes del Estado y hacer apología del delito.
Cuando se ordenó llevarla ante los estrados judiciales por haberse negado a hacerlo, se acollaró con lo más granado de la asociación ilícita que saqueó nuestro país durante más de doce años. Como red de seguridad para la vieja equilibrista se pudo ver a angelitos o delincuentes tales como Boudou, Parrilli, Zannini, Kiciloff, Mariotto, Recalde, Depetris, el ¿maestro? Baradel, Larroque, Sabbatella, Cerruti, Yasky, Parodi, Segovia y sus "metrodelegados" y, en cartel francés, Máximo Kirchner; todos incurrieron, sin duda, en encubrimiento e intimidación pública. Muchos de ellos ya la habían acompañado cuando organizó los "juicios populares" a periodistas independientes o, travestida como Lenin, llamó a tomar el Palacio de Tribunales y echar a patadas a los miembros de la Corte Suprema; tampoco entonces hubo un fiscal o un juez con los redaños necesarios para imputarla por atentar contra la Constitución.
Esos mismos magistrados sinvergüenzas se niegan a cumplir con el sagrado deber que les impone la ley: la aplican retroactivamente, niegan el principio de inocencia, validan inadmisibles pruebas, mantienen prisiones preventivas que exceden el máximo legal, no otorgan el beneficio de la prisión domiciliaria a los mayores de setenta años, no cuidan la salud de los viejos enfermos. Y todo eso sólo por cobardía frente a la reacción de los tuertos organismos de derechos humanos, verdaderas cuevas de ladrones y meros instrumentos de venganza de los terroristas.
En la Argentina que los Kirchner legaron a Macri, y que éste aún no pudo o no supo corregir, el patoterismo y la violencia pueden más que la Justicia, que ni siquiera puede controlar eficientemente a las distintas policías, que la obedecen sólo cuando les parece, porque no saben cuándo serán denunciados y condenados por hacerlo; basta recordar qué pasó en diciembre de 2001.
Otra pista en la cual se exhibe impunemente la ignorancia y la soberbia de los simios togados se da en el terreno de las tarifas públicas; ¿cómo puede un tema meramente técnico ser justiciable?, ¿qué saben los jueces acerca del costo de la energía o de la operación del subterráneo?, ¿por qué no preguntarles, también, de dónde deben extraerse los fondos para seguir pagando la fiesta populista y criminal?, ¿qué explicarán a quienes, por retrotraer la situación a diciembre de 2015, han perdido la "tarifa social" que les permitía pagar aún menos que antes y, a cambio, siguen regalando el gas y la luz a los hogares más pudientes?, ¿quién pagará ahora a las empresas para que puedan continuar prestando aunque sea estos deficientes servicios?
Evidentemente, parecen ignorar -algunos lo hacen con intención política- que uno de los requisitos esenciales para lograr el arribo de las anheladas inversiones productivas es la seguridad jurídica, y el penoso espectáculo que están brindando en este campo funcionarios y jueces no hace más que alejar el horizonte. Simultáneamente, al mantener congeladas las tarifas, impiden que crezcan la exploración, la generación, el transporte y la distribución de energía, para recuperar el autoabastecimiento perdido adrede por don Néstor y doña Cristina; y ese es el otro requisito esencial, ya que no hay en el mundo quien invierta en un país donde faltan tan básicos insumos como el gas y la luz.
La sociedad en su conjunto tiene una titánica tarea por delante: devolver al Poder Judicial la independencia, la sapiencia y el prestigio necesarios para desempeñar el soberano rol que la Constitución le asigna. La carrera judicial no es para todos, porque -en especial aquí- está llena de obstáculos, y sólo los espíritus superiores pueden transitar ese camino sin caer en tentaciones mundanas.
Quienes tienen la facultad de disponer sobre la libertad y el patrimonio de los ciudadanos y la obligación de ser la barrera frente a los abusos del poder sobre los individuos, deben estar por encima de cualquier cuestionamiento y de toda sospecha; como la mujer del César, no sólo tienen que ser serios y honestos sino, además, parecerlo.
Bs.As., 6 Ago 16
Enrique Guillermo Avogadro - Abogado
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