Por Susana Viau - Especial para Los Andes
Julio De Vido debió haber preferido quedarse callado el jueves, cuando criticó la marcha convocada el día anterior por las centrales opositoras. Lo hizo con una frase desdeñosa: a diferencia de este 19, dijo, en diciembre de 2001 “no se pedía que se eleve el piso de Ganancias, estaban pidiendo de comer”.
Poco después estallaban los saqueos en Bariloche y se extendían a Villa Gobernador Gálvez, a Rosario, a Posadas, a Campana, a San Fernando. Con las Fiestas a la vuelta de la esquina, De Vido había invocado la tempestad. La llamó y la tuvo.
El razonamiento del ministro, sin embargo, no se apartaba un milímetro
de la lógica con que se maneja el kirchnerismo: preocuparse más por
castigar al adversario que por auscultar el estado de ánimo de los
ciudadanos.
De haber mostrado interés por quienes en definitiva son parte sustancial de su electorado, de haber tomado en cuenta que las cifras del Indec no son sino la ilusión que mantiene con vida al “modelo”, hubiera advertido que un malestar profundo se gestaba entre los sectores arrojados a la marginación. La desesperanzada locura del jueves y el viernes se veía venir.
Lo cuentan los mismos referentes de las organizaciones sociales, los que van y vienen todos los días de la miseria a la pobreza rigurosa. Hace meses, dicen esos dirigentes, que los bolsones de comida se redujeron en cantidad y calidad mientras que las demandas aumentaron al ritmo de la inflación. Los mismos comedores populares que algunas de esas organizaciones sostienen han tenido que limitar su actividad a tres días a la semana. Esos merenderos comunitarios son apenas un atajo, una solución precaria y, por cierto, problemática.
Los militantes de las organizaciones barriales prefieren la opción de los bolsones: que cada jefe de familia pueda comer en su casa, lo que quiera dentro del limitadísimo menú y sin tener siempre sentado a su lado el estigma del asistencialismo. ¿Qué contiene cada bolsón? Harina, yerba, arroz, tomate en lata, corned beef, fideos de pésima calidad y, en progresiva disminución, aceite, azúcar y leche.
Sólo la ciudad de Buenos Aires agrega a esa dieta alimentos frescos: algo de carne, pollo, frutas o verduras. Junto con el aceite, el azúcar y la leche -cuentan los coordinadores del Movimiento Socialista de los Trabajadores ( MST, de Vilma Ripoll y Alejandro Bodart) y de Barrios de Pie (de Humberto Tumini)- se han esfumado las changas.
En blanco o en negro, es en la industria de la construcción donde más se percibe la crisis; el desempleo se ensaña con los jóvenes y la inflación devasta a los viejos y sus jubilaciones mínimas, a los precarizados y a los beneficiarios de planes. Al descontento se ha sumado, como un ingrediente de alto poder explosivo, la indignación.
“Cuando escuchan que pueden comer con seis pesos o que si reclaman son caranchos les hierve la sangre” -explica Ripoll-. Hay bronca, una bronca que el año pasado a estas alturas no se manifestaba. Al contrario, se podía escuchar decir que “el Gobierno algo está haciendo”. La situación ha cambiado considerablemente.
Es un listado penoso: los planes están congelados y los de Argentina Trabaja son los únicos que lograron un aumento porque los llevaron a 1.750 pesos. Una lluvia de verano: quienes los perciben no tienen aguinaldo ni vacaciones. Son una caricatura del salario.
Tumini cuenta que su organización realiza un relevamiento sistemático de precios. Recorren 250 barrios y localidades sólo en el Gran Buenos Aires y “planilla en mano visitan almacén por almacén, súper por súper. Nuestro cálculo es que los productos esenciales tuvieron un aumento promedio del 30 por ciento”.
Un estudio de peso y talla llevado a cabo por ese mismo espacio sobre 2.000 niños del conurbano dejó un saldo desolador: la mayoría está por debajo de los parámetros establecidos para su edad. Ni qué hablar de los jóvenes y los adolescentes, los “ni-ni”, actores de primer orden en los ataques a los supermercados. Sin presente y sin futuro han elaborado, según creen tanto Tumini como Ripoll, una cultura propia. Lo único propio: una manera de vivir que los atrinchera en la marginación y abre un foso entre ellos y el resto de la sociedad.
Durante las dos jornadas de saqueos ingresaron a supermercados chinos y mercaditos insignificantes, se llevaron comida, pañales, productos de limpieza. Dado que igual tenían que poner el cuerpo y la pena no aumenta por los rubros, también marcharon las bebidas y los electrodomésticos: los benditos plasmas, tan mencionados por la prensa y hasta por algún abogado laboralista, microondas, tostadoras, planchas y licuadoras. En fin, lo que pudieron.
Y, lo más significativo, destruyeron lo que encontraban a su paso. Estaban cegados por la ira, el sentimiento que alguna vez fue definido como “el deseo de devolver el daño”. Tenían cinco o diez años al asumir Néstor Kirchner el gobierno. Luego de una década, son lo que son y están como están. Los hijos de una abrumadora pobreza estructural hacen su debut en sociedad.
Asustados por los acontecimientos de Bariloche, el viernes, de apuro, el Gobierno bonaerense y la ministra de Desarrollo Social Alicia Kirchner hicieron llover provisiones sobre La Matanza, San Martín, Merlo, Florencio Varela, José C. Paz.
"Eso muestra que sabían cuál era la razón profunda de lo que ocurría. En cambio, de acuerdo a su costumbre, prefirieron echarnos la culpa a nosotros", concluye Tumini con cierta amargura. Hasta los hombres de José Alperovich se comunicaron de urgencia con las organizaciones sociales para avisarles que recibirían lo que se les adeudaba y más.
Por fin, los miserables y los pobres tendrían sus “bolsones de Navidad”: un turrón, garrapiñadas y un pan dulce. Generosidades de una jefa de Estado exitosa. O quizás, un modo de enterrar a Papá Noel, ese perverso forastero promotor del consumo, y reemplazarlo por austeras Nochebuenas nac&pop. Lo dijo la Presidente: es mejor creer en Los Reyes Magos. Fuente:Publicado en Los Andes
De haber mostrado interés por quienes en definitiva son parte sustancial de su electorado, de haber tomado en cuenta que las cifras del Indec no son sino la ilusión que mantiene con vida al “modelo”, hubiera advertido que un malestar profundo se gestaba entre los sectores arrojados a la marginación. La desesperanzada locura del jueves y el viernes se veía venir.
Lo cuentan los mismos referentes de las organizaciones sociales, los que van y vienen todos los días de la miseria a la pobreza rigurosa. Hace meses, dicen esos dirigentes, que los bolsones de comida se redujeron en cantidad y calidad mientras que las demandas aumentaron al ritmo de la inflación. Los mismos comedores populares que algunas de esas organizaciones sostienen han tenido que limitar su actividad a tres días a la semana. Esos merenderos comunitarios son apenas un atajo, una solución precaria y, por cierto, problemática.
Los militantes de las organizaciones barriales prefieren la opción de los bolsones: que cada jefe de familia pueda comer en su casa, lo que quiera dentro del limitadísimo menú y sin tener siempre sentado a su lado el estigma del asistencialismo. ¿Qué contiene cada bolsón? Harina, yerba, arroz, tomate en lata, corned beef, fideos de pésima calidad y, en progresiva disminución, aceite, azúcar y leche.
Sólo la ciudad de Buenos Aires agrega a esa dieta alimentos frescos: algo de carne, pollo, frutas o verduras. Junto con el aceite, el azúcar y la leche -cuentan los coordinadores del Movimiento Socialista de los Trabajadores ( MST, de Vilma Ripoll y Alejandro Bodart) y de Barrios de Pie (de Humberto Tumini)- se han esfumado las changas.
En blanco o en negro, es en la industria de la construcción donde más se percibe la crisis; el desempleo se ensaña con los jóvenes y la inflación devasta a los viejos y sus jubilaciones mínimas, a los precarizados y a los beneficiarios de planes. Al descontento se ha sumado, como un ingrediente de alto poder explosivo, la indignación.
“Cuando escuchan que pueden comer con seis pesos o que si reclaman son caranchos les hierve la sangre” -explica Ripoll-. Hay bronca, una bronca que el año pasado a estas alturas no se manifestaba. Al contrario, se podía escuchar decir que “el Gobierno algo está haciendo”. La situación ha cambiado considerablemente.
Es un listado penoso: los planes están congelados y los de Argentina Trabaja son los únicos que lograron un aumento porque los llevaron a 1.750 pesos. Una lluvia de verano: quienes los perciben no tienen aguinaldo ni vacaciones. Son una caricatura del salario.
Tumini cuenta que su organización realiza un relevamiento sistemático de precios. Recorren 250 barrios y localidades sólo en el Gran Buenos Aires y “planilla en mano visitan almacén por almacén, súper por súper. Nuestro cálculo es que los productos esenciales tuvieron un aumento promedio del 30 por ciento”.
Un estudio de peso y talla llevado a cabo por ese mismo espacio sobre 2.000 niños del conurbano dejó un saldo desolador: la mayoría está por debajo de los parámetros establecidos para su edad. Ni qué hablar de los jóvenes y los adolescentes, los “ni-ni”, actores de primer orden en los ataques a los supermercados. Sin presente y sin futuro han elaborado, según creen tanto Tumini como Ripoll, una cultura propia. Lo único propio: una manera de vivir que los atrinchera en la marginación y abre un foso entre ellos y el resto de la sociedad.
Durante las dos jornadas de saqueos ingresaron a supermercados chinos y mercaditos insignificantes, se llevaron comida, pañales, productos de limpieza. Dado que igual tenían que poner el cuerpo y la pena no aumenta por los rubros, también marcharon las bebidas y los electrodomésticos: los benditos plasmas, tan mencionados por la prensa y hasta por algún abogado laboralista, microondas, tostadoras, planchas y licuadoras. En fin, lo que pudieron.
Y, lo más significativo, destruyeron lo que encontraban a su paso. Estaban cegados por la ira, el sentimiento que alguna vez fue definido como “el deseo de devolver el daño”. Tenían cinco o diez años al asumir Néstor Kirchner el gobierno. Luego de una década, son lo que son y están como están. Los hijos de una abrumadora pobreza estructural hacen su debut en sociedad.
Asustados por los acontecimientos de Bariloche, el viernes, de apuro, el Gobierno bonaerense y la ministra de Desarrollo Social Alicia Kirchner hicieron llover provisiones sobre La Matanza, San Martín, Merlo, Florencio Varela, José C. Paz.
"Eso muestra que sabían cuál era la razón profunda de lo que ocurría. En cambio, de acuerdo a su costumbre, prefirieron echarnos la culpa a nosotros", concluye Tumini con cierta amargura. Hasta los hombres de José Alperovich se comunicaron de urgencia con las organizaciones sociales para avisarles que recibirían lo que se les adeudaba y más.
Por fin, los miserables y los pobres tendrían sus “bolsones de Navidad”: un turrón, garrapiñadas y un pan dulce. Generosidades de una jefa de Estado exitosa. O quizás, un modo de enterrar a Papá Noel, ese perverso forastero promotor del consumo, y reemplazarlo por austeras Nochebuenas nac&pop. Lo dijo la Presidente: es mejor creer en Los Reyes Magos. Fuente:Publicado en Los Andes
No hay comentarios:
Publicar un comentario