Por Samuel Gregg
Siempre he creído que la envidia es la peor pasión humana. La épica narración bíblica del asesinato de Caín a Abel nos recuerda que los hombres han tenido celos de los éxitos y bienestar de otros hombres desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, cuando se mezcla esto con la cuasi-obsesión con la desigualdad que domina gran parte del discurso político en la actualidad, existe un serio peligro de que la envidia –y los deseos por saciarla– empiecen a dirigir las políticas públicas de modos que no son económicamente lúcidos ni políticamente saludables.
Comentarios como “usted no construyó eso” o el famoso “no me gustan los ricos” de François Hollande de 2012, no surgen de la nada. Por un lado, reflejan un posicionamiento ideológico de larga data, que denuncia la naturaleza y las consecuencias que generan las economías de mercado, así como la animosidad contra grupos particulares. Pero la obsesión actual con la desigualdad económica ha hecho que sea más fácil para nuestros líderes políticos decir estas cosas en voz alta y sin temor a represalias electorales.
No ayuda tampoco la completa desorientación presente en los debates actuales sobre la desigualdad económica. La desigualdad y la pobreza no son lo mismo. Sin embargo, ello no impide que la gente confunda ambas. Del mismo modo, importantes distinciones entre desigualdad en los ingresos, en el bienestar, en niveles educativos y acceso a la tecnología resultan frecuentemente confundidos. Como se menciona en un estudio recientemente publicado por la Reserva Federal de St. Louis (EE.UU.), la desigualdad en la riqueza puede suponer un impacto mayor sobre la capacidad comparativa de las personas de generar un capital para el futuro que la desigualdad en los ingresos. Sin embargo, nos pasamos la mayor parte del tiempo angustiados por la última.
Los debates sobre la desigualdad no recuperan la cordura debido en buena medida a los números salvajes que se arrojan. Tómese, por ejemplo, las interminables denuncias sobre la brecha entre el ingreso de los ejecutivos estadounidenses y sus empleados. De acuerdo con la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, por sus siglas en inglés) la brecha se situó en una ratio de 331 a 1 en el año 2013.
Sin embargo, la Oficina de Estadísticas Laborales de los EE.UU. (Bureau of Labor Statistics), sostiene que el CEO promedio estadounidense –no los 200 ejecutivos top de las grandes compañías norteamericanas– percibió 178.400 dólares estadounidenses en el año 2013. Si se cruza esta estadística con el informa de la AFL-CIO que sostiene que la retribución promedio de los trabajadores en el mismo año fue de 35,239 dólares, supone una diferencia mucho menor de 5 a 1.
Se debe tener presente que no todas las formas de desigualdad económica son injustas. Muchas personas nacen con talentos que tienen más demanda y menor oferta que otros. Esto no es una injusticia. Es simplemente un reflejo de la condición humana. En otros casos, algunas personas están dispuestas a trabajar más duro, asumir mayores riesgos y responsabilidades. Resulta por lo tanto justo para una empresa otorgar a estas personas un salario más elevado que el que perciben los empleados que no quieren asumir esos riesgos, que prefieren trabajar menos horas y aceptar una menor responsabilidad.
Sin embargo, mi intuición es que el nexo envidia-desigualdad se debe a algo que va más allá de la confusión que contamina el debate sobre la desigualdad o de los esfuerzos populistas por construir una masa de votantes furiosos. Se trata de algo que está relacionado con la dinámica interna de los sistemas políticos democráticos.
Como siempre, Alexis de Tocqueville tuvo algunas de las mejores intuiciones sobre este asunto. El rasgo dominante de las sociedades democráticas, sostuvo en La Democracia en América, es el afán por la igualdad. En varios sitios, Tocqueville señaló que la igualdad de condiciones era algo “generativo”. Esto significa que el deseo por la igualdad en la joven república americana había penetrado todo lo demás: la economía, el marco jurídico, incluso la religión.
Por una parte, este enfoque en la igualdad facilita la ruptura de muchas barreras que generalmente inhiben el despliegue de los mercados y el crecimiento del bienestar. No en vano uno de los autores filosóficamente inspirados en Tocqueville, Montesquieu, indicó al comercio como la profesión de los iguales.
A medida que los anhelos democráticos se imponen, somos más impacientes ante las pretensiones mercantilistas por limitar la competencia. Dejamos de ver a las personas a través del lente de las relaciones hereditarias y empezamos a verlas desde el punto de vista de asociaciones libremente contraídas. Con la sociedad democrática nivelando las antiguas jerarquías, hay más margen e incentivo para el cambio. La posibilidad que se abre para uno de tener un futuro diferente se hace más real. Esto es una bendición para el desarrollo de la competencia y el espíritu emprendedor.
Pero mientras estas características de la democracia pueden complementar e incluso acelerar el aumento de la libertad y la prosperidad, Tocqueville sostuvo que la sociedad democrática también encarna una intolerancia creciente hacia varios tipos de desigualdad, típicas de economías de mercado.
Las personas que viven en democracia, señaló Tocqueville, no pueden evadirse del énfasis en la igualdad. Como consecuencia, estas mismas personas no pueden evitar ver que todavía no son iguales en muchos aspectos. Algunas personas, podemos reconocer, son más inteligentes, poseen mayor poder, y más bienestar que nosotros. Y a muchos de nosotros eso no nos gusta eso.
La creciente toma de conciencia de estos hechos lleva a que muchas personas se conviertan en envidiosas. Empezamos a querer algo más que la mera igualdad ante la ley. En su lugar tenemos cada vez mayor ansiedad para hacer que nuestro mundo se conforme a la promesa democrática de una igualdad de condiciones. El poder estatal empieza a ser visto como el medio para alcanzar ese fin.
Frente a la desigualdad económica, Tocqueville pensó que en las sociedades democráticas las personas tiene dos opciones. La reacción del comerciante norteamericano, observó, no era sentirse abrumado por la envidia sino tratar de reducir su desigualdad trabajando para elevarse a sí mismo por encima del nivel de su competidor. La segunda opción, más acorde con la Francia Tocqueville, consistía en hacer descender a los más afortunados o emprendedores al nivel propio, especialmente mediante la transformación de las reglas que rigen la vida económica.
De acuerdo con el filósofo francés Pierre Manet, tal vez el mayor experto en el pensamiento de Tocqueville en la actualidad, la democracia tiende a favorecer la segunda opción. Las democracias, señala Manet, gravitan hacia una fascinación con la producción de una igualdad total, porque los sistemas democráticos obligan a todos a relacionarse entre ellos a través del medio de la igualdad democrática. La envidia surge porque empezamos a tomar nota –y resentirnos– de todas las diferencias que contradicen esta aspiración a una igualdad de condiciones, particularmente las disparidades en la riqueza.
En Democracia en América, Tocqueville analiza las formas en que las sociedades democráticas pueden afrontar y domar el instinto igualitario, el subsecuente impulso envidioso. Muchas de estas medidas tienen que ver con restricciones constitucionales basadas en el poder gubernamental. Pero en el largo plazo, Tocqueville parece dudar de la habilidad de estas estructuras para resistir los impulsos igualitarios de la democracia. Las legislaturas, afirma Tocqueville, generalmente terminan conformándose con los grupos que promueven una mayor igualdad.
A esto uno podría agregar que el gran problema político con la envidia es que es esencialmente imposible de aplacar por medios políticos. Incluso si la ratio de 5 a 1 en la diferencia de ingresos entre ejecutivos y trabajadores ganara aceptación popular, ¿alguien podría dudar que legiones de personas denunciarían esto como algo fundamentalmente injusto y que la brecha debería ser reducida por todos los medios posibles? Esto sugiere que la envidia tiene más que ver con la simple existencia de la diferencia más que con el nivel preciso de disparidad económica.
En última instancia, pensaba Tocqueville, las fuerzas que desarticulan la envidia debían provenir de fuera de la política. La religión, señaló, posee un poderoso efecto moderador sobre la anhelo democrático igualitario en América. Después de todo, el Judaísmo y el Cristianismo listan la envidia de aquellos que desean lo que otra persona posee como una acto contrario a los Mandamientos.
Desafortunadamente, la mayor parte de los líderes religiosos en la actualidad guardan un gran silencio sobre la envidia. Y esto es de lamentar ya que tal vez el antídoto más efectivo contra la envidia lo constituya el recuerdo constante del daño que esta constituye a nosotros en cuanto personas humanas. Ninguna descripción de los efectos de la envidia excede la que retrata la divinidad Envidia, la personificación de la envidia, escrita por el poeta romano Ovidio en su obra más importante, Metamorfosis:
La palidez en su rostro se asienta, delgadez en todo el cuerpo, a ninguna parte recta su mirada, lívidos están de orín sus dientes sus pechos de hiel verdecen, su lengua está inundada de veneno. Risa no tiene, salvo la que movieron vistos los dolores, y no disfruta de sueño, despierta por las vigilativas angustias, sino que ve los ingratos –y se consume al verlos– éxitos de los hombres, y corroe y corróese a una, y su suplicio el suyo es.
Esto es lo que pasa con la envidia. Todos el resentimiento exteriormente canalizado no hace más que torturar y destruirnos como sociedad desde dentro.
En un mundo así, todo el mundo pierde.
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Nota: La traducción del artículo original “Envy in a Time of Inequality”, publicado por The American Spectator, el 29 de octubre de 2014 es de Mario Šilar del Instituto Acton Argentina/Centro Diego de Covarrubias para el Acton Institute.
Siempre he creído que la envidia es la peor pasión humana. La épica narración bíblica del asesinato de Caín a Abel nos recuerda que los hombres han tenido celos de los éxitos y bienestar de otros hombres desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, cuando se mezcla esto con la cuasi-obsesión con la desigualdad que domina gran parte del discurso político en la actualidad, existe un serio peligro de que la envidia –y los deseos por saciarla– empiecen a dirigir las políticas públicas de modos que no son económicamente lúcidos ni políticamente saludables.
Comentarios como “usted no construyó eso” o el famoso “no me gustan los ricos” de François Hollande de 2012, no surgen de la nada. Por un lado, reflejan un posicionamiento ideológico de larga data, que denuncia la naturaleza y las consecuencias que generan las economías de mercado, así como la animosidad contra grupos particulares. Pero la obsesión actual con la desigualdad económica ha hecho que sea más fácil para nuestros líderes políticos decir estas cosas en voz alta y sin temor a represalias electorales.
No ayuda tampoco la completa desorientación presente en los debates actuales sobre la desigualdad económica. La desigualdad y la pobreza no son lo mismo. Sin embargo, ello no impide que la gente confunda ambas. Del mismo modo, importantes distinciones entre desigualdad en los ingresos, en el bienestar, en niveles educativos y acceso a la tecnología resultan frecuentemente confundidos. Como se menciona en un estudio recientemente publicado por la Reserva Federal de St. Louis (EE.UU.), la desigualdad en la riqueza puede suponer un impacto mayor sobre la capacidad comparativa de las personas de generar un capital para el futuro que la desigualdad en los ingresos. Sin embargo, nos pasamos la mayor parte del tiempo angustiados por la última.
Los debates sobre la desigualdad no recuperan la cordura debido en buena medida a los números salvajes que se arrojan. Tómese, por ejemplo, las interminables denuncias sobre la brecha entre el ingreso de los ejecutivos estadounidenses y sus empleados. De acuerdo con la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, por sus siglas en inglés) la brecha se situó en una ratio de 331 a 1 en el año 2013.
Sin embargo, la Oficina de Estadísticas Laborales de los EE.UU. (Bureau of Labor Statistics), sostiene que el CEO promedio estadounidense –no los 200 ejecutivos top de las grandes compañías norteamericanas– percibió 178.400 dólares estadounidenses en el año 2013. Si se cruza esta estadística con el informa de la AFL-CIO que sostiene que la retribución promedio de los trabajadores en el mismo año fue de 35,239 dólares, supone una diferencia mucho menor de 5 a 1.
Se debe tener presente que no todas las formas de desigualdad económica son injustas. Muchas personas nacen con talentos que tienen más demanda y menor oferta que otros. Esto no es una injusticia. Es simplemente un reflejo de la condición humana. En otros casos, algunas personas están dispuestas a trabajar más duro, asumir mayores riesgos y responsabilidades. Resulta por lo tanto justo para una empresa otorgar a estas personas un salario más elevado que el que perciben los empleados que no quieren asumir esos riesgos, que prefieren trabajar menos horas y aceptar una menor responsabilidad.
Sin embargo, mi intuición es que el nexo envidia-desigualdad se debe a algo que va más allá de la confusión que contamina el debate sobre la desigualdad o de los esfuerzos populistas por construir una masa de votantes furiosos. Se trata de algo que está relacionado con la dinámica interna de los sistemas políticos democráticos.
Como siempre, Alexis de Tocqueville tuvo algunas de las mejores intuiciones sobre este asunto. El rasgo dominante de las sociedades democráticas, sostuvo en La Democracia en América, es el afán por la igualdad. En varios sitios, Tocqueville señaló que la igualdad de condiciones era algo “generativo”. Esto significa que el deseo por la igualdad en la joven república americana había penetrado todo lo demás: la economía, el marco jurídico, incluso la religión.
Por una parte, este enfoque en la igualdad facilita la ruptura de muchas barreras que generalmente inhiben el despliegue de los mercados y el crecimiento del bienestar. No en vano uno de los autores filosóficamente inspirados en Tocqueville, Montesquieu, indicó al comercio como la profesión de los iguales.
A medida que los anhelos democráticos se imponen, somos más impacientes ante las pretensiones mercantilistas por limitar la competencia. Dejamos de ver a las personas a través del lente de las relaciones hereditarias y empezamos a verlas desde el punto de vista de asociaciones libremente contraídas. Con la sociedad democrática nivelando las antiguas jerarquías, hay más margen e incentivo para el cambio. La posibilidad que se abre para uno de tener un futuro diferente se hace más real. Esto es una bendición para el desarrollo de la competencia y el espíritu emprendedor.
Pero mientras estas características de la democracia pueden complementar e incluso acelerar el aumento de la libertad y la prosperidad, Tocqueville sostuvo que la sociedad democrática también encarna una intolerancia creciente hacia varios tipos de desigualdad, típicas de economías de mercado.
Las personas que viven en democracia, señaló Tocqueville, no pueden evadirse del énfasis en la igualdad. Como consecuencia, estas mismas personas no pueden evitar ver que todavía no son iguales en muchos aspectos. Algunas personas, podemos reconocer, son más inteligentes, poseen mayor poder, y más bienestar que nosotros. Y a muchos de nosotros eso no nos gusta eso.
La creciente toma de conciencia de estos hechos lleva a que muchas personas se conviertan en envidiosas. Empezamos a querer algo más que la mera igualdad ante la ley. En su lugar tenemos cada vez mayor ansiedad para hacer que nuestro mundo se conforme a la promesa democrática de una igualdad de condiciones. El poder estatal empieza a ser visto como el medio para alcanzar ese fin.
Frente a la desigualdad económica, Tocqueville pensó que en las sociedades democráticas las personas tiene dos opciones. La reacción del comerciante norteamericano, observó, no era sentirse abrumado por la envidia sino tratar de reducir su desigualdad trabajando para elevarse a sí mismo por encima del nivel de su competidor. La segunda opción, más acorde con la Francia Tocqueville, consistía en hacer descender a los más afortunados o emprendedores al nivel propio, especialmente mediante la transformación de las reglas que rigen la vida económica.
De acuerdo con el filósofo francés Pierre Manet, tal vez el mayor experto en el pensamiento de Tocqueville en la actualidad, la democracia tiende a favorecer la segunda opción. Las democracias, señala Manet, gravitan hacia una fascinación con la producción de una igualdad total, porque los sistemas democráticos obligan a todos a relacionarse entre ellos a través del medio de la igualdad democrática. La envidia surge porque empezamos a tomar nota –y resentirnos– de todas las diferencias que contradicen esta aspiración a una igualdad de condiciones, particularmente las disparidades en la riqueza.
En Democracia en América, Tocqueville analiza las formas en que las sociedades democráticas pueden afrontar y domar el instinto igualitario, el subsecuente impulso envidioso. Muchas de estas medidas tienen que ver con restricciones constitucionales basadas en el poder gubernamental. Pero en el largo plazo, Tocqueville parece dudar de la habilidad de estas estructuras para resistir los impulsos igualitarios de la democracia. Las legislaturas, afirma Tocqueville, generalmente terminan conformándose con los grupos que promueven una mayor igualdad.
A esto uno podría agregar que el gran problema político con la envidia es que es esencialmente imposible de aplacar por medios políticos. Incluso si la ratio de 5 a 1 en la diferencia de ingresos entre ejecutivos y trabajadores ganara aceptación popular, ¿alguien podría dudar que legiones de personas denunciarían esto como algo fundamentalmente injusto y que la brecha debería ser reducida por todos los medios posibles? Esto sugiere que la envidia tiene más que ver con la simple existencia de la diferencia más que con el nivel preciso de disparidad económica.
En última instancia, pensaba Tocqueville, las fuerzas que desarticulan la envidia debían provenir de fuera de la política. La religión, señaló, posee un poderoso efecto moderador sobre la anhelo democrático igualitario en América. Después de todo, el Judaísmo y el Cristianismo listan la envidia de aquellos que desean lo que otra persona posee como una acto contrario a los Mandamientos.
Desafortunadamente, la mayor parte de los líderes religiosos en la actualidad guardan un gran silencio sobre la envidia. Y esto es de lamentar ya que tal vez el antídoto más efectivo contra la envidia lo constituya el recuerdo constante del daño que esta constituye a nosotros en cuanto personas humanas. Ninguna descripción de los efectos de la envidia excede la que retrata la divinidad Envidia, la personificación de la envidia, escrita por el poeta romano Ovidio en su obra más importante, Metamorfosis:
La palidez en su rostro se asienta, delgadez en todo el cuerpo, a ninguna parte recta su mirada, lívidos están de orín sus dientes sus pechos de hiel verdecen, su lengua está inundada de veneno. Risa no tiene, salvo la que movieron vistos los dolores, y no disfruta de sueño, despierta por las vigilativas angustias, sino que ve los ingratos –y se consume al verlos– éxitos de los hombres, y corroe y corróese a una, y su suplicio el suyo es.
Esto es lo que pasa con la envidia. Todos el resentimiento exteriormente canalizado no hace más que torturar y destruirnos como sociedad desde dentro.
En un mundo así, todo el mundo pierde.
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Nota: La traducción del artículo original “Envy in a Time of Inequality”, publicado por The American Spectator, el 29 de octubre de 2014 es de Mario Šilar del Instituto Acton Argentina/Centro Diego de Covarrubias para el Acton Institute.
ENVIADO POR EL Instituto Acton Argentina - http://www.institutoacton.com.ar/
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