Sería inocente creer que el Poder Legislativo de Argentina dejó un enorme vacío legal respecto a la gestación por sustitución en la mayor modificación que sufrió el Código Civil de la Nación. Es común hallar una colición de posturas ideológicas ante la creación de una norma, más aún cuando toda ley encierra en un punto la mirada moral de su creador. Por ello posiblemente la salida más simple sea no regular nada al respecto y dejar al arbitrio judicial que defina en cada caso concreto aquello que ha de ser permitido o prohibido, a riesgo que tales creaciones pretorianas impliquen una serie de contradicciones jurídicas.
La gestación por sustitución o maternidad subrogada son técnicas de reproducción extracorpóreas, también son conocidas como “alquiler de vientre”. Sorprende que vastos sectores del feminismo moderno parecen obviar mención alguna a esta situación que es comúnmente practicada. Dichos grupos sostienen que debe prevalecer la “voluntad procreacional” de la futura madre (o padres en caso de uniones homosexuales) y por ende es libre de hacer aquello que desee con su cuerpo. En principio pareciera que dicho argumento es acorde a una corriente más progresista del derecho, pero olvidan, quizás maliciosamente, mencionar que la mujer que efectivamente es contactada para llevar adelante el embarazo suele ser una persona de escasos recursos económicos que, de manera informal, es contratada para gestar la vida naciente.
Que un proceso extremadamente caro sea llevado adelante por personas pudientes donde el trauma físico y emocional lo padece la mujer más abnegada ya genera una fuerte contradicción en las posturas progresistas y adherentes a este sistema. Más grave se vuelve la situación si se considera, tal como lo consensua la gran mayoría de profesionales de la salud mental, que la mujer despliega a lo largo de los nueve meses de la gestación un fuerte vínculo afectivo con la persona por nacer. Ante este hecho es válido afirmar, también con fuente científica, que la vida gestada desde su inicio ya crea un lazo con la madre que la alberga en su vientre (vale recordar los argumentos esgrimidos en los juicios a las Juntas Militares donde se aducían las separaciones de madres e hijos recién nacidos).
Pero por sobre cualquier dilema ético respecto al alcance que tiene la voluntad procreacional en relación a los contratos entre adultos, sigue subyaciendo el interés del menor por nacer. El embrión es humano porque procede naturalmente de la unión de dos humanos, presentando una estructura genética única e irrepetible. Desde la fecundación hay un ser que comienza un proceso evolutivo irreversible, razón por la cual es considerado como vida y jurídicamente así se reconoce en la CONVENCION AMERICANA SOBRE DERECHOS HUMANOS (Pacto de San José de Costa Rica). Privar a una persona de conocer su identidad natural, es decir, impedir que conozca la mujer que cuidó de dicha vida en su etapa más frágil es un flagelo por demás arbitrario y caprichoso que repercutirá negativamente en su desarrollo psico-afectivo.
La evolución de la ciencia tiende a satisfacer de mejor manera cada necesidad humana, y a su vez no se podría negar que la reproducción es el instinto animal más básico de la naturaleza. Sin embargo, es porque el humano posee tal racionalidad que así como crea una ciencia puede descubrir un mundo moral que le permita limitar algunos deseos para resguardar la dignidad de sus pares. Ingresar a la gestación procreacional abre la puerta a la experimentación genética donde peligra la continuidad de ciertas características étnicas (tal como sucedería si se concede a cada uno el deseo de traer a la luz niños con determinado color de pelo o de ojos). En un mundo tan desarrollado quizás sea momento de pensar que más útil sería eliminar la burocracia para adoptar antes que tratar de que un niño (hijo de un laboratorio) sea cada vez más mercantilizado según el color de su piel.
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