El gobierno de Brasil sancionó una ambiciosa reforma a su ley de contrato de trabajo. La iniciativa consiste, básicamente, en darles a las empresas alternativas para reducir costos laborales y optimizar la organización del trabajo. El punto clave es que se permite flexibilizar reglas previstas en la legislación laboral a través de la negociación directa entre las empresas y sus trabajadores. Se busca así mejorar las condiciones de competitividad. Por la concepción de su diseño, son las empresas más grandes las que podrán aprovechar con más intensidad estas herramientas.
Como era previsible, rápidamente se planteó el interrogante sobre la pertinencia de abordar un proceso similar de reforma en la Argentina. Abona la idea el hecho de que la legislación laboral argentina tiene similitudes con la brasileña y que existe un intenso flujo comercial y de inversiones entre ambos países.
Un punto de partida para analizar la pertinencia de una reforma de estas características lo aporta una reciente publicación del INDEC denominada “Cuentas de Generación del Ingreso”. Este estudio analiza en cuánto participan el trabajo y el capital en la distribución del valor agregado total. Según esta fuente, se observa que en Argentina en el año 2016:
El trabajo percibió el 52% del total de los ingresos generados en la economía.
El capital participó con el 40% en la distribución del ingreso.
Los ingresos mixtos (empresas personales y familiares donde se combinan trabajo y capital) representan el 11% de los ingresos.
Estos datos muestran que los trabajadores reciben –sumando salarios más las cargas sociales– un poco más de la mitad de los ingresos que el país genera anualmente. La retribución al capital (dividendos, rentas e intereses) participa con un 40% del valor agregado generado por la economía. El resto es recibido por personas cuyos ingresos combinan retribución al trabajo y a su capital (cuentapropistas y pequeños emprendedores). La suma de los tres factores arroja 103%, porque un 3% corresponde a subsidios netos de impuestos otorgados por el Estado.
Las evidencias señalan que la meta de lograr que la distribución del ingreso entre el capital y trabajo sea en partes iguales ya fue superada. Sin embargo, esta distribución no garantiza justicia social, como lo prueba la muy alta incidencia de la pobreza. Una de las razones es que las brechas de ingresos entre los trabajadores se han profundizado. La más decisiva es la diferencia salarial entre trabajadores registrados e informales. La otra razón es que la integración social requiere una mayor participación de los trabajadores en el total de los ingresos. La prueba más contundente es que en países socialmente más avanzados (Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Francia, Dinamarca, Italia, Canadá) la retribución al trabajo llega a dos tercios del ingreso total, mientras que el tercio restante es retribución al capital.
Para avanzar hacia la eliminación de la pobreza y mayor equidad es necesario incrementar la participación del factor trabajo en el valor agregado de la economía. Para ello es clave aumentar la participación laboral femenina (que es particularmente baja entre las mujeres con menores calificaciones) y eliminar la informalidad.
La agenda de políticas para cumplir con estas metas es muy ambiciosa. Claramente tiene una integralidad y orientación muy diferente a la reforma laboral brasileña. Un área clave es la tributaria, donde se deberían eliminar las cargas sociales para los salarios más bajos y simplificar y unificar impuestos que operan superpuestos (como, por ejemplo, IVA, Ingresos Brutos y tasas de industria y comercio). En relación a la legislación laboral, las necesidades más urgentes están en las pequeñas empresas. Por eso, en lugar de reformas orientadas a las grandes empresas –como ocurre en Brasil– es más pertinente pensar en un estatuto especial que le facilite a las pequeñas empresas operar en la formalidad.
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