En enero pasado publiqué en la Revista Criterio una nota titulada “Pan y Cerebro”. En ella sostuve que nada es gratis y que, por ende, el presupuesto del Estado debe asignarse a las áreas de mayor impacto social.
A fines de ejemplificarlo utilicé un sencillo ejemplo de Paul Samuelson, Premio Nobel de Economía 1970, uno de los más grandes economistas de todos los tiempos. Pocos manuales introductorios han sido reeditados tantas veces como su famoso Economía.
Su primera edición se publicó en 1948 y fue traducido a más de 40 idiomas. Generaciones de economistas comenzaron sus estudios con él y recuerdan la metáfora de Samuelson sobre la producción de cañones o mantequilla, la cual ilustra la necesidad de definir qué es más importante para una cierta sociedad en un momento determinado: destinar los escasos recursos existentes a la producción militar o a la producción de alimentos, presentando de una forma muy intuitiva el concepto que todo tiene su costo; es decir, aquello a lo que debemos renunciar cada vez que tomamos una decisión.
La genialidad pedagógica de Samuelson ha llevado que un sencillo ejemplo escrito hace mucho más de medio siglo perdure en nuestra memoria y sea de aplicación práctica en forma cotidiana, pues la necesidad de decidir en qué invertir los recursos escasos que poseemos la enfrentamos todos los días ante elecciones propias de nuestra economía familiar y, a nivel país, ningún gobierno puede dejar de atravesar decisiones de estas características. Recursos escasos frente a fines múltiples y de distinta importancia. El Gobierno, como gestor económico de los bienes y recursos públicos, debe decidir en qué y cuánto gastar para maximizar los objetivos de la sociedad, tomando en cuenta la existencia de recursos limitados al hacerlo.
Es claro que en nuestro país ello ha sido ignorado con las consecuencias nefastas que todos conocemos. No es posible gastar permanente más de lo que tenemos. Nada es gratis y el presupuesto debe asignarse a las áreas de mayor impacto social. Apliquemos esta sencilla idea a la vergüenza de la desnutrición infantil.
¿Qué política es más inclusiva, dedicar un mayor presupuesto a asegurar una adecuada nutrición a todo niño durante sus primeros dos años de vida o mantener la gratuidad y el ingreso irrestricto a la Universidad, con los costos que ello implica, subsidiando a muchos alumnos que cursaron su escolaridad obligatoria en escuelas privadas? La respuesta es obvia. Como bien señala el Dr. Abel Albino, sinónimo en nuestro país de la lucha contra la desnutrición infantil, “para tener educación hay que tener cerebro. El 80% del cerebro se forma en el primer año de vida. Crece un centímetro por mes.
La formación del sistema nervioso central está determinada en los primeros dos años de vida. Si durante este lapso el niño no recibe la alimentación y estimulación necesarias se detendrá el crecimiento cerebral y el mismo no se desarrollará normalmente, afectando su coeficiente intelectual y capacidad de aprendizaje, corriendo el riesgo de convertirse en un débil mental.
Con alimento y estímulo adecuado el individuo tendrá rapidez mental, capacidad de relación, de asociación”. Pan y cerebro… Enseñar a un niño mal alimentado en sus primeros dos años de vida es como sembrar en el desierto. No es imposible pero es mucho más caro y los recursos son escasos. ¿No sería más socialmente eficiente becar a aquellos jóvenes que lo requieran y cuyo rendimiento así lo amerite y, quienes lo puedan hacer, abonen sus estudios universitarios? Yo creo que sí. Un niño desnutrido en sus primeros años de vida casi con certeza no accederá a la Universidad.
¿Es justo que no tenga la oportunidad de hacerlo por el sólo hecho de haber nacido en un hogar humilde? ¿A qué nos referimos al hablar de inclusión o de igualdad de oportunidades? Hemos aprendido durante más de 10 años que una cosa es el discurso y otra muy distinta es la realidad de nuestro país. Nada es gratis, la educación universitaria tampoco lo es, y la gratuidad y el ingreso irrestricto a la universidad para quienes pueden pagar sus estudios impide asignar dichos recursos a otros fines, como enfrentar con mucha mayor energía el flagelo de la desnutrición infantil.
Planteo un tema tan políticamente incorrecto que ni siquiera se menciona en la discusión, pero es necesario ponerlo sobre la mesa. No se trata de falta de solidaridad con quienes desean concurrir a la universidad. Sencillamente propongo asignar recursos escasos a fines múltiples y de distinta importancia. Hoy la tremenda realidad educativa que vivimos nos provee otro nítido ejemplo. En la provincia de Santa Cruz las clases prácticamente no han comenzado.
Por su parte, en la provincia de Buenos Aires se produjeron 17 días de paro sobre los primeros 26 de clase. ¿Quién puede imaginar que un niño que concurre a la escuela bajo estas condiciones está recibiendo servicios educativos similares a los que recibe un niño que asiste a un colegio que no ha sido afectado por los paros docentes? Mientras tanto, los resultados de la Evaluación Aprender muestran una vez más que se malgasta una fortuna en educación, preservando un sistema que consume los aportes de los contribuyentes pero lejos está de proveer educación de calidad para todos.
Para muestra basta un botón. ¿Quién no se ha horrorizado al enterarse que el inusitado ausentismo docente en la provincia de Buenos Aires cuesta a los contribuyentes 14,3 millones de pesos anuales en suplencias? Por ello propongo gastar menos en educación, mejorando a la vezel vergonzoso nivel que cualquier evaluación testimonia, y utilizar los recursos liberados del faraónico entramando, gestado a través de años, para enfrentar el flagelo de la desnutrición infantil.
¡Qué mejor ejemplo de justicia social! Cuenta el Dr. Fernando Monckeberg, pionero de la lucha contra la desnutrición infantil en Latinoamérica, que en la década del 50 Chile tenía los peores indicadores de la región.
Hoy el fundador de Conin en Chile se enorgullece en señalar cómo “la mortalidad infantil pasó de 180 a 7 cada 1000 niños nacidos vivos y la cantidad de muertes en menores de 15 años se redujo del 48% a menos del 1%”. Es hora que el Estado deje de financiar a la oferta educativa, es decir a las escuelas, a través de un sistema absolutamente burocratizado que sólo defiende los intereses de los sindicatos docentes y de la estructura que está detrás de nuestra educación pública.
Propongo que financie directamente a la demanda, a los padres. De este modo se lograría mejorar considerablemente la eficiencia en el gasto educativo, se podrían evaluar mejores resultados y los recursos liberados se deberían emplear en la lucha contra la desnutrición infantil.
En nuestro país cada vez más familias, aún en zonas caracterizadas por sus bajos ingresos, realizan importantes sacrificios para afrontar las cuotas de un colegio privado, generalmente confesional. La evidencia provista por la provincia de Buenos Aires es prueba fehaciente de ello.
¿Cuántas más migrarían si tuviesen la posibilidad económica de hacerlo? La propuesta beneficiaría a muchos niños de familias humildes y no perjudicaría a nadie, dado que ninguna familia estaría obligada a dejar de enviar sus hijos a una institución pública; de hacerlo es porque opina que la alternativa privada elegida provee mejores servicios educativos, más adecuados para las necesidades o aptitudes de sus hijos, o en una mayor consonancia con los valores de la familia.
No existen recetas mágicas. Sería absurdo realizar esta propuesta para un país en el cual la educación pública cumple su cometido como lo es, por ejemplo, Finlandia. Pero la Argentina no es Finlandia, a pesar que muchas veces tratan de hacérnoslo creer políticos que defienden la educación pública mediante encendidas declaraciones, pero envían sus hijos a escuelas privadas.
Nada es gratis, es hora que la sociedad tome consciencia de ello.
FUENTE: https://www.ucema.edu.ar/revista-ucema/nro34/nada-es-gratis
Publicado con la autorización de su autor
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