"No tengo dudas. Si no hubiera ocurrido el magnicidio, probablemente habríamos iniciado negociaciones para normalizar las relaciones con Cuba": William Attwood. |
Por Robert F. Kennedy Jr
Me crié en Hickory Hill, el hogar de mi familia en Virginia, donde a menudo nos visitaban veteranos de la fallida invasión de la Bahía de Cochinos.
Mi padre, Robert F. Kennedy, que admiraba el valor de esos excombatientes y sentía una culpa abrumadora por haber puesto a los cubanos en peligro durante esa invasión mal planificada, asumió en persona la responsabilidad de encontrarles casa y trabajo, e incluso facilitó la incorporación de muchos de ellos a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos.
Pero a medida que se desarrolló el proceso de distensión, las sospechas y la indignación se generalizaron tanto que incluso esos cubanos que adoraban a mi padre y que siempre visitaban Hickory Hill cuando yo era niño dejaron de hacerlo.
Para la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la distensión representaba la sedición y la traición.
“Lamentablemente, la CIA sigue a cargo de Cuba”, le advirtió Adlai Stevenson, por entonces embajador de Estados Unidos ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), al presidente John F. Kennedy (JFK). La agencia, según él, no permitiría jamás la normalización de las relaciones entre ambos países.
JFK participó de negociaciones secretas con Fidel Castro destinadas a eludir al Departamento de Estado y a los agentes de la CIA, pero esta última estaba al tanto de los contactos extraoficiales entre ambos mandatarios y procuraba sabotear las iniciativas de paz con maniobras de espionaje.
En abril de 1963, funcionarios de la CIA rociaron con veneno un traje de buzo que los emisarios de JFK James Donovan y John Nolan le regalarían a Castro. La agencia pretendía asesinar al líder cubano, responsabilizar al presidente Kennedy del crimen y desacreditarlo por completo, tanto a él como a su gestión de paz.
Asimismo, la CIA le entregó en París un bolígrafo envenenado al sicario Rolando Cubelo, con instrucciones de que lo utilizara para matar a Fidel. La agencia adoptó una actitud del tipo “al diablo con el presidente al que juró servir”, afirmaría más adelante William Attwood, experiodista y diplomático estadounidense ante la ONU a quien JFK le encomendó las negociaciones secretas con Castro.
Muchos exiliados cubanos manifestaron abiertamente su desagrado con la “traición” de la Casa Blanca y acusaron a JFK de buscar la “coexistencia” con Fidel. Algunos cubanos siguieron siendo leales a mi padre, pero un pequeño número de anticastristas de línea dura, resentidos y homicidas, dirigieron su furia contra JFK, y hay pruebas creíbles de que estos hombres y sus contactos en la CIA podrían haber participado en conspiraciones para asesinarlo.
El 18 de abril de 1963, José Miró Cardona, presidente del Consejo Revolucionario Cubano, renunció con una andanada de iracundas denuncias contra JFK y mi padre. “La lucha por Cuba está en vías de ser saboteada por el gobierno de Estados Unidos”, declaró.
“Queda un solo camino para seguir y lo seguiremos: la violencia”, prometió.
Centenares de exiliados cubanos en los vecindarios de Miami expresaron su descontento con la Casa Blanca colgando crespones negros en sus casas. En noviembre de 1963, los exiliados hicieron circular un panfleto elogiando el asesinato de JFK.
“Solo un acontecimiento”, según el volante, podría conducir a la desaparición de Castro y al retorno de los desterrados a su amado país: “si un acto de inspiración divina pusiera en la Casa Blanca en las próximas semanas a un texano conocido por ser amigo de toda América Latina”.
Santo Trafficante, jefe de la mafia y zar de los casinos de La Habana, que mantuvo una estrecha colaboración con la CIA en varias conspiraciones para asesinar a Fidel, les dijo a sus cómplices cubanos que JFK sería blanco de un atentado.
El día del asesinato del mandatario estadounidense, Castro estaba reunido en la residencia presidencial de verano en Varadero con el periodista francés Jean Daniel, director del periódico socialista Le Nouvel Observateur y uno de los canales secretos de acceso de JFK al líder cubano.
A las 13 horas recibieron una llamada telefónica con la noticia de que le habían disparado al presidente estadounidense. “Voilà, este es el fin de su misión de paz”, le dijo Castro a Daniel.
Tras la muerte de JFK, el líder cubano presionó con insistencia a Lisa Howard, periodista de la cadena televisiva ABC que actuó como emisaria informal entre ambos mandatarios, a Stevenson, a Attwood y a otras personas para que le solicitaran al sucesor de Kennedy, Lyndon B. Johnson, que reanudara el diálogo. Este ignoró los pedidos y Castro terminó por desistir.
Tras el asesinato de JFK surgieron muchas pistas, luego desacreditadas, que sugerían que Castro podría haber orquestado el magnicidio. Johnson y otros funcionarios de su administración conocían estos rumores y aparentemente aceptaron su implicancia.
El nuevo presidente decidió no proseguir con el acercamiento a Castro luego de que su aparato de inteligencia, incluido el jefe de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), J. Edgar Hoover, le dijera que Lee Harvey Oswald podía haber sido un agente del gobierno cubano, a pesar de su postura anticastrista bien establecida.
Luego de la muerte de JFK, mi padre siguió presionando al Departamento de Estado del gobierno de Johnson para que analizara si era posible que “Estados Unidos conviviera con Castro”.
“Las actuales restricciones a los viajes no se condicen con las tradicionales libertades estadounidenses”, sostuvo mi padre, en ese entonces fiscal general de Estados Unidos, en un debate tras bambalinas por la prohibición de viajar a Cuba impuesta a los ciudadanos estadounidenses.
En diciembre de 1963, el Departamento de Justicia se preparaba para llevar a juicio a cuatro integrantes del Comité Estudiantil de Viajes a Cuba, que había llevado a un grupo de 59 estudiantes universitarios estadounidenses de viaje a La Habana. Mi padre se opuso a esos procesamientos y a la prohibición de viajar.
También se manifestó a favor de “retirar la normativa existente que prohíbe los viajes de ciudadanos estadounidenses a Cuba”, en un memorándum confidencial dirigido al entonces secretario de Estado Dean Rusk, el 12 de diciembre de 1963.
Mi padre sostenía que limitar el derecho de los estadounidenses a viajar atentaba contra las libertades que había jurado proteger como fiscal general. Levantar la prohibición “sería más coherente con nuestra visión de una sociedad libre y contrastaría con cuestiones como el Muro de Berlín y los controles comunistas a los viajes”, argumentaba.
Desde entonces, Rusk lo excluyó de los debates sobre asuntos exteriores. Si bien seguía siendo el fiscal general de Johnson, ya no disponía del amplio margen que le permitió dirigir la política exterior de Estados Unidos durante la administración de Kennedy.
La CIA continuó con sus intentos de asesinar a Castro durante los dos primeros años del mandato de Johnson, aunque este nunca se enteró. El senador George McGovern recibió del propio Fidel pruebas de por lo menos 10 conspiraciones para asesinarlo durante este período.
“Puedo decirles que en el período en que se produjo el asesinato de Kennedy… estaba cambiando su política hacia Cuba. En cierta medida, nos honraba tener un rival como él. Era un hombre extraordinario”, declaró Castro en 1978 a un grupo de legisladores estadounidenses de visita en la isla.
“No tengo dudas. Si no hubiera ocurrido el magnicidio, probablemente habríamos iniciado negociaciones para normalizar las relaciones con Cuba”, afirmó Attwood posteriormente.
Cuando conocí a Castro en 1999, este admitió la osadía de su táctica de propiciar el ingreso de armas nucleares soviéticas a Cuba. “Fue un error poner al mundo en tan grave peligro”, dijo.
En ese momento, yo hacía gestiones para que el líder cubano desistiera de instalar una planta nuclear al estilo de Chernóbil en la localidad cubana de Juragua.
En otra reunión con Fidel en agosto de 2014, este expresó su admiración por el liderazgo de JFK y observó que un intercambio nuclear durante la crisis de los misiles en Cuba hubiera arrasado con la civilización.
Hoy, cinco décadas después de los hechos, y dos décadas tras la partida soviética de Cuba, le ponemos fin a una política errónea que hizo muy poco por promover el liderazgo internacional de Estados Unidos o sus intereses de política exterior.
Editado por Phil Harris/Traducido por Álvaro Queiruga
Robert F. Kennedy Jr. es abogado del National Resources Defense Council y de Hudson Riverkeeper y presidente de Waterkeeper Alliance. También es profesor y abogado supervisor de la Clínica Procesal Ambiental de la Facultad de Derecho de la Universidad Pace y coanfitrión de Ring of Fire en Air America Radio. En el pasado se desempeñó como fiscal general adjunto de la ciudad de Nueva York.
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