Valor y defensa de la libertad
Por Enrique Fernández García
No el placer, no la gloria, no el poder: la libertad, únicamente la libertad.Fernando Pessoa
En 1605, inmortalizando un talento que no merece menosprecio, Cervantes publicó El Quijote, obra donde se halla esta notable frase: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres». Sin duda, son palabras que, aun cuando hayan sido escritas hace mucho tiempo, no pierden esplendor. Salvo los partidarios del sometimiento, en sus distintas manifestaciones, esa declaración debería servir para orientarnos a diario. Mientras las decisiones que se tomen fortalezcan el ejercicio de dicha facultad, tan humana como la proyección al futuro, cabe aguardar una buena existencia. Para desgraciarnos, basta adoptar una actitud que sea contradictora de aquélla.
Ahora bien, si analizáramos el principal móvil que, durante nuestra historia, ha impulsado revueltas, insurrecciones y movimientos revolucionarios, convendríamos en destacar el valor de la libertad. Tales experiencias tuvieron el propósito capital de ampliar sus dominios. En este sentido, el progreso debe ser entendido como un avance a favor del individuo y su pretensión de gobernarse a sí mismo. Desde la Edad Antigua, época mancillada por sus esclavos, se ha considerado elemental la lucha contra los que detentan el poder, pues ansían hacerlo en perjuicio del prójimo. Es cierto que, a lo largo de las diversas eras, hubo personas dispuestas a cambiar su libertad por la protección del gobernante, confiriendo a éste prerrogativas extraordinarias; empero, nunca faltaron críticos a esa posición. Afortunadamente, siendo los hombres libres por naturaleza, es muy difícil, acaso imposible, que todos consientan la pérdida voluntaria de una facultad tan importante como ésa. Lo normal es que, hasta apresado por cadenas, uno aspire a vivir sin sujeciones.
Defender la libertad es resguardar el derecho del individuo a construir su propio destino. Cada uno, sin que medien coerciones, debe desarrollarse conforme a sus ideas, valores y principios. Por supuesto, tomando en cuenta que las personas pueden tener variados intereses, incluso contrapuestos, resulta imperioso el establecimiento de reglas de convivencia, las cuales limitarían nuestro proceder. Nada más razonable que protegernos de quienes desean agredirnos, perturbando la coexistencia. Esto es lo que funda la presencia del Estado y, obviamente, mientras seamos falibles, no corresponde negar su necesidad. Con todo, un tema es regir aspectos básicos de las relaciones humanas, procurando evitar tormentos; otro, muy diferente, restringir severamente nuestra autonomía. Por consiguiente, es recomendable que se desconfíe de las expansiones del aparato estatal. Los veneradores de ese invento político nos han demostrado, hasta la saciedad, que su crecimiento se consuma en detrimento del hombre singular. No hay más que asfixia cuando se accede a sus deseos de dilatación.
Es irrebatible que, gracias a sus valiosas instituciones, la democracia nos garantiza un orden en el cual nuestra libertad se mantiene ilesa. Siendo un sistema que reconoce al individuo como mínima minoría, amparándolo de abusos cometidos por la mayoría, el respeto a los derechos fundamentales es una misión que asume como propia. En este régimen, las autoridades tienen competencias que, bajo amenaza de sanción, no deben exceder, transferir o usurpar. Además, la transición del poder gubernamental tiene que hacerse de manera pacífica, obedeciendo lo resuelto por los ciudadanos. Estas bondades hacen que, aunque sus imperfecciones sean todavía nocivas, el patrocinio de la democracia se juzgue imprescindible para no perder la libertad. No interesa el número de necios que debamos tolerar bajo su normativa; todo ello será preferible a una dictadura, pues las facultades personales dependen allí de lo que dispongan los gobernantes. Hasta por dignidad, tenemos la obligación de batallar por una realidad que nos impida ser siervos de nadie.
El autor es escritor, filósofo y abogado. Fuente: El Instituto Independiente
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