sábado, 27 de enero de 2018

Fiel y Estúpida. Por Enrique Guillermo Avogadro

clip_image002“La universidad gratuita es la universidad del privilegio”.
Andrés Cisneros

El verano, y la posibilidad de ignorar por un rato la complicada realidad, me permiten dedicar mi nota semanal, una vez más, a formular propuestas concretas para modificar antiguas taras que la sociedad argentina ha conseguido acumular sobre sí misma, a costa de sacrificar su futuro y pagar –los registrados- una de las tasas impositivas más altas del mundo.
Precisamente ahora se cumplen cien años de la Reforma Universitaria que, quizás justificada en su origen, sigue afectando negativamente a la educación superior pública nacional, a un costo sideral y sin servir al país, como debiera. En pleno siglo XXI, inmersos en un mundo cada vez más competitivo y tecnificado, los resultados que ofrece la perpetuación de ideas obsoletas no pueden ser más explícitos.
Según una nota que publicó Infobae, sobre datos de la Secretaría de Políticas Universitarias, en 2016 se graduaron en carreras sociales 34.000 alumnos, mientras que recibieron su título de ingenieros, en todas las especialidades, 8303. Las cifras correspondientes a algunas de las carreras obviamente claves para el desarrollo nacional ilustran más aún acerca de ese gravoso problema: se recibieron sólo 13 ingenieros metalúrgicos, 44 petroleros, 23 hidráulicos, 23 mineros, 7 nucleares y 58 aeronáuticos.
La fotografía actual de la universidad pública nos permite avanzar sobre esa realidad desde varios ángulos totalmente disímiles: la farsa que implica sostener que la gratuidad equivale a igualdad, el disparate del ingreso irrestricto, la falta de políticas de Estado en materia de indispensable planificación en función de las prioridades nacionales.
Un simple razonamiento basta para confirmar el primer aserto. ¿Significa el mismo esfuerzo estudiar para un hijo de la clase media, cuyos padres pueden mantenerlo, que para quien proviene de una familia obrera, que necesita del propio trabajo del universitario para subsistir?, ¿lo es para quien llega a la facultad en su automóvil o vive muy cerca de ella que quien debe viajar en medios públicos durante horas para llegar a clase?
Desde otro ángulo, todos sabemos que la universidad pública se sostiene con el aporte del Tesoro cuyas arcas, a su vez, provienen de los impuestos que pagamos todos. ¿Es justo que los más pobres soporten con su diario esfuerzo su costo cuando no tiene exigencias de ningún tipo y a la cual sus hijos no podrán asistir?
La vigente Ley Federal de Educación, al prohibir la difusión pública de las evaluaciones de establecimientos educativos de niveles secundario y universitario, iguala hacia abajo, porque impide la sana competencia basada en la calidad y en la calificación de los títulos que otorga cada uno.
En la Argentina, como bien dice Alieto Guadagni, el promedio de permanencia en los claustros de estudiantes de carreras con curricula de cinco años, es siete y, a diferencia de todos nuestros vecinos, la universidad pública sólo gradúa veintidós de cada cien ingresantes. Ese estiramiento artificial de la vida universitaria genera, naturalmente, mayores gastos en salarios docentes y no docentes, en infraestructura, en medios para la investigación, etc., todo lo cual recae sobre las espaldas de la población en general, inclusive de aquellos sectores cuyo único consumo son los alimentos de primera necesidad, gravados con el IVA.
Mi propuesta, reiterada en notas y publicaciones antiguas, es muy simple. Se trata de establecer –se dispone de los medios informáticos para hacerlo- cuántos nuevos graduados de cada una de las disciplinas necesitará el país a cinco años vista. Basta, para hacerlo, con introducir en una computadora la información que suministren las empresas y el sector público, incluyendo a los potenciales inversores que se acerquen.
Con el resultado de esa investigación, se constituiría un primer cupo de ingresantes a la universidad pública. Para formar parte de él, los estudiantes deberían rendir un examen de ingreso muy exigente –en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias sociales- y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado mediante pruebas semestrales. A los miembros de ese primer cupo, obviamente, no sólo no se les cobraría matrícula alguna sino que, por el contrario, se les prestaría el equivalente a un sueldo razonable, que les permitiera inclusive mantener a su familia durante todos sus estudios. Como es obvio, quienes lograran graduarse integrando ese primer cupo encontrarían una clara salida laboral, ya que tanto el Estado cuanto las empresas los buscarían afanosamente.
Luego, crear un segundo cupo que tuviera en cuenta la capacidad física de cada una de las facultades. Ese segundo cupo, es decir aquellos que sean extranjeros no residentes u opten por carreras que el país no necesitará –y, por ende, es injusto que deba soportar- y por quienes no hubieran logrado el nivel de excelencia requerido para el primero, debería pagar para estudiar. Así de simple: si quieres hacerlo, báncalo tú. Las facultades más afectadas serían, claro, las de Derecho y Psicología, ya que es absolutamente excesivo el número de profesionales que surgen hoy de las mismas y, por ello, no encuentran en el mercado de trabajo una fácil inserción.
Incorporaría, además, a esas normas una ley que impusiera a la administración estatal la obligación de contratar, como consultora externa, a la universidad pública, y pagar los honorarios correspondientes. Veamos qué efectos produciría la solución propuesta: en primer término, egresarían mejores graduados, y el país dispondría de profesionales excelentes en las disciplinas más indispensables; además, impediría la permanencia del “estudiante crónico”, ese al cual el bajo nivel de exigencia en materia de materias aprobadas por año le permite permanecer en los claustros por muchos años, incordiando a los alumnos más esforzados.
Con el producido de las matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo, más los honorarios que la universidad generaría por sus servicios de consultoría externa, se formaría un interesante presupuesto propio, que permitiría otorgar los préstamos a los del primero, mejorar sensiblemente los salarios docentes e invertir en infraestructura y en medios de investigación. Al pagar mejores salarios, se incrementaría la vocación por la enseñanza y, así, el círculo virtuoso se cerraría con el nivel de excelencia en los claustros docentes.
Por supuesto, se debería actuar simultáneamente sobre la educación secundaria, ya que gran parte de los problemas que aparecen allí: las pruebas Aprender 2016 mostraron que el 80% de los que egresan de las escuelas públicas tienen enormes dificultades para resolver problemas matemáticos y escasa comprensión de textos.
Si hiciéramos esto, la educación recuperará su condición de verdadero faro capaz de iluminar el futuro del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite ver la escalera descendente en la que estamos embretados.
Bs.As., 27 Ene 18
Enrique Guillermo Avogadro - Abogado

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