viernes, 10 de agosto de 2018

¿Por qué hay corrupción en la obra pública? Por Iván Carrino

5 de enero de 2009. Ciudad de Buenos Aires. Hacen 33 grados centígrados y en un edificio del microcentro porteño, en Maipú 741, a la vuelta de las famosas Galerías Pacífico, el número dos del Ministro de Planificación espera recibir un bolso con un cargamento de unos 40 kilos. 
En su interior hay aproximadamente USD 6 millones. 
Quien entregó el bolso fue un emisario de una empresa de construcción especializada en proyectos de energía. El destinatario último, se estima, era el Ministro, o bien alguien de “más arriba”. Incluso se sospecha que podría haber sido el mismísimo presidente. 
Los autores materiales del delito piensan que tienen todo bajo control. Que se van a salir con la suya, y que este es un negocio que cierra por todos lados. 
Sin embargo, sigilosamente el chofer de la mano derecha del ministro anotaba cada paso, cada bolso, cada edificio y cada entrada y salida de las dependencias oficiales. Números de patentes, nombres, apellidos, direcciones, con lujo de detalle para que éstos llegaran finalmente a las manos del periodismo y, de allí, a la justicia. 
Hoy muchos de los involucrados están detenidos y un fiscal declaró que si algo de lo contenido en los cuadernos escritos por el chofer se filtraba, él y el periodista denunciante podían perder la vida. 
Si nos contaran una historia similar probablemente pensaríamos que se trata de una nueva serie de Netflix o una nueva película de Martin Scorsese. 
Sin embargo, en este caso no están Leonardo di Caprio ni Jack Nicholson… sino Julio de Vido, Roberto Baratta, Néstor Kirchner, Cristina Fernández y una serie de empresarios que habrían pagado coimas millonarias para quedarse con obra pública. 
Lo más curioso, tal vez, es que con tanto gasto en obras de energía, el país se hundiera igualmente en una crisis energética de proporciones. Pero ese es tema para otra nota. 
Corrupción: ¿estado o empresarios?
Es interesante notar que siempre que aparecen casos de corrupción éstos están ligados al estado. Desde el policía que recibe una coima en lugar de poner una multa, pasando por el funcionario que facilita un permiso municipal a cambio de un vuelto, hasta el funcionario que exige una coima millonaria para adjudicar una obra pública, siempre los escándalos de corrupción involucran al gobierno. 
En este sentido, fue simpático el pedido de Cristina Fernández de Kirchner cuando, en 2016, indagada por los bolsos voladores de José López, pidió que se investigara a los empresarios que pagaban las coimas. 
Es evidente que en una coima, como en cualquier transacción, hay dos partes involucradas. Ahora también es cierto que el empresario no va a comprar favores a quien no se los puede vender. 
Por como viene avanzando el caso de los cuadernos, hoy la justicia tiene en la mira tanto a quienes dieron como a quienes recibieron. 
Sin embargo, es importante que entendamos el fondo del asunto. 
En mi libro del año 2015, Estrangulados, intenté explicar por qué la corrupción estaba íntimamente ligada al crecimiento del rol del estado en la sociedad. 
Es que el problema no está en los empresarios y su codicia. Ni siquiera la está en la codicia de los funcionarios. El problema es el sistema. 
Capitalismo corrupto, consecuencia del estatismo
El profesor de la Universidad de Florida, Randall Holcombe explica en un artículo que: 
“Cuando los negocios pueden beneficiarse de las políticas gubernamentales, ese potencial empuja a las firmas a buscar los beneficios a través de los favores que ofrece el gobierno, en lugar de hacerlo a través de la actividad productiva. Cuanto mayor es la intervención del gobierno, más depende la rentabilidad de una empresa del apoyo público que de la producción de valor, por lo que las conexiones políticas se transforman en el elemento más importante para el éxito empresario”
Luigi Zingales, profesor de finanzas de la Universidad de Chicago, comparte esta visión: 
“El primero y más obvio motivo para hacer lobby con el gobierno es la elevada recompensa que esto tiene. Cuanto más grande sea el gobierno, mayor será el pastel para repartirse y así, mayores serán los incentivos de las empresas para obtener una parte de ese pastel. En 1900, el gasto federal no destinado a la defensa representaba solamente el 1,8% del PBI, mientras que el gasto en defensa ascendía al 1%. En el año 2005, incluso antes de la reciente disparada del gasto producto de la Gran Recesión, el gasto público no destinado a defensa representó el 16% del PBI y el gasto en defensa el 4%. En el período de un siglo, la tajada del gobierno sobre la producción se multiplicó por 7. 
El monto real que el gobierno gasta ha explotado mucho más. En 1900 solo gastaba USD 8.000 millones (en dólares de 2005) en otras cosas que no fueran defensa, mientras que en 2005 gastó USD 1,98 billones. Algo de este dinero se gastó en educación y salarios públicos, de manera que las empresas privadas no tuvieron mucho acceso a él. Pero hubo mucho por agarrar. De esos 1,98 billones, 900.000 millones fueron a crédito subsidiado, investigación, apoyo al marketing, y pagos en efectivo a empresas (actividades comúnmente conocidas como ‘bienestar empresario’)”
Algo similar, aunque en un período de tiempo mucho menor, ha sucedido en la Argentina. El gasto público en el año 2003 ascendió al 20,6% del PBI pero año tras año fue creciendo gracias a la política expansiva de los gobiernos kirchneristas. 
Como se observa en el gráfico, el gasto del gobierno llegó en 2015 a representar el 40,3% del PBI. No debe haber un país en el mundo que, en tan breve lapso de tiempo haya duplicado el tamaño de su sector público en proporción a la producción nacional. 
Medido en dólares, el gasto del gobierno se multiplicó por 4,2 si consideramos el dólar en el mercado paralelo y 6,4 al tipo de cambio oficial vigente en cada período considerado. 
La distribución de este gasto deja mucho espacio para favorecer a amigos y contactos del poder. Según estimaciones privadas, el 28,5% del gasto se destina a salarios de empleados estatales, considerando municipios, provincias y la administración central. Estos son alrededor de $ 600.900 millones (del año 2015) que pueden ser distribuidos no siempre de una manera. 
Cuadro 4.2 - Distribución del Gasto Público (2015) 
Elaboración propia en base a FMI y ponderaciones de Espert Consultoría Macroeconómica

Como se ve, un espacio donde existe una enorme “torta” para que se repartan los bien contactados es el gasto en obra pública, que representa el 9,2% del total, o $ 194.800 millones. 
Con que una empresa consiga quedarse con el 1% de ese total, estaríamos hablando de un ingreso de $ 1.948 millones anuales (aproximadamente USD 139 millones) $ 162 millones por mes (USD 12 millones). 
En este contexto, no extraña que muchos escándalos de corrupción estén ligados a la obra pública y los sobreprecios que allí se pagan. 
Es que no es lo mismo cuando paga el gobierno que cuando el dinero lo debe poner una empresa privada. Los gobiernos, como decía Milton Friedman, gastan el dinero de terceros en bienes y servicios para terceros. 
De esta forma, y a diferencia del que gasta el dinero propio en sí mismo, los incentivos para que el gasto sea eficiente son muy bajos. En línea con esto, si los costos de la obra son demasiado elevados, a nadie le importará mucho, ya que la factura deberá pagarla el contribuyente y no el político que autorice dicha obra. 
El gasto en obra pública tiene el problema de que el costo de financiarla está disperso en millones de contribuyentes, mientras que los beneficios están concentrados en unas pocas empresas constructoras. Así, el amiguismo, la corrupción y la ineficiencia están a la orden del día. 
¿Puede mejorarse? Sin duda que sí, pero no nos extrañemos si, en el futuro, volvemos a enfrentarnos a este tipo de situaciones. 
Saludos, 
Iván Carrino 
Para CONTRAECONOMÍA

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