El caso de la propiedad de la tierra o de los bienes raíces ofrece una aplicación de singular importancia de nuestra teoría de los títulos de propiedad. Por un lado, las tierras constituyen una porción fija del planeta y, en consecuencia, son prácticamente permanentes. Por tanto, la investigación acerca de los títulos de propiedad sobre ellas tiene que remontarse hacia un pasado mucho más remoto que en el caso de otros bienes más perecederos. De todos modos, el problema no es excesivamente grave, porque, como ya hemos visto, cuando las víctimas se han perdido en el olvido, la propiedad de la tierra pasa a sus poseedores actuales, a condición de que no la hayan adquirido por medios delictivos. Supongamos, por ejemplo, que Enrique Gómez I robó una parte de tierra a su legítimo propietario, Santiago Pérez. ¿En qué situación se encuentra su actual poseedor, Enrique Gómez X? ¿O la persona que puede tal vez ser hoy su propietario, por habérsela comprado a un Enrique Gómez? Si Pérez y sus descendientes han desaparecido en la noche de los tiempos, los legítimos títulos de propiedad recaen sobre el Enrique Gómez actual (o sobre el hombre que se los ha comprado), en directa aplicación de nuestra teoría de los títulos de propiedad.
Plantea un segundo problema, que marca claras diferencias entre la tierra y otras propiedades, la circunstancia de que la existencia real de bienes de capital, bienes de consumo o bienes monetarios es, al menos prima facie, prueba de que estos bienes ya han sido usados y transformados, de que el trabajo humano se ha mezclado ya con los recursos naturales para producirlos. Y es que, en efecto, ni los bienes de capital, ni los de consumo, ni los monetarios existen por sí mismos en la naturaleza; es preciso crearlos mediante la alteración, a través del esfuerzo humano, de las condiciones naturales. Pero puede ocurrir que haya porciones de la tierra nunca por nadie usadas ni transformadas y sobre las que, en consecuencia, debe considerarse nulo cualquier título de propiedad. Hemos visto, en efecto, que los títulos de propiedad sobre un recurso (una tierra) sin dueño sólo se consiguen, propiamente, mediante el empleo de trabajo para transformarlo y hacerlo útil. De donde se sigue que nadie puede reclamar legítima propiedad sobre una tierra nunca transformada.
Supongamos que el señor Rojo tiene la propiedad legal de un cierto número de acres, de los que la parte del Noroeste nunca ha experimentado ningún tipo de transformación respecto de su estado natural ni por parte de Rojo ni de ninguna otra persona. La teoría libertaria considera moralmente válida la reclamación de Rojo sobre el resto de la finca, en el supuesto, tal como pide la teoría, de que no hay víctimas identificables (ni de que no haya sido el propio Rojo quien ha robado los terrenos). Pero esta misma teoría libertaria se negará a reconocer sus pretensiones sobre la citada sección nordoccidental. Mientras no aparezca ningún otro «colonizador» que transforme esta zona, no surgirán problemas. Las reclamaciones de Rojo pueden ser invalidadas, pero, por lo demás, son simple palabrería. Es decir, Rojo no es, sólo por eso, un delincuente que invade propiedades ajenas. Ahora bien, si aparece algún otroque transforma aquella tierra y Rojo le expulsa de su propiedad por la violencia (personal o ejercida a través de terceros), esta acción le convierte en agresor contra el justo dueño de la tierra. Y lo mismo cabe decir si recurre a la violencia preventiva, esto es, si maniobra para que ningún colonizador pueda entrar en aquella región nunca usada, la transforme y la utilice.
Volviendo a nuestro modelo «robinsoniano»: tras arribar a una gran isla, Crusoe puede pregonar grandiosamente a los cuatro vientos ser «propietario» de la totalidad de aquellas tierras. Pero el hecho natural es que posee únicamente la parte que cultiva, transforma y utiliza. Como se ha dicho antes, Crusoe puede ser un Colón solitario que desembarca en un nuevo continente. Mientras no aparezca ninguna otra persona en la escena, las pretensiones crusonianas tienen mucho de verborrea y fantasía, con escasa base real. Pero cuando hace acto de presencia un nuevo personaje —Viernes— que comienza a transformar la tierra virgen, toda ejecución de las inválidas pretensiones de Crusoe constituye una agresión delictiva contra el recién venido y una invasión de sus derechos de propiedad.
Adviértase que no decimos que para que sea válida la propiedad sobre la tierra ésta deba ser utilizadaininterrumpidamente1 El único requisito es que haya sido usada una vez. A partir de ese momento, pasa a ser propiedad de quien la ha trabajado y ha impreso en ella el sello de su energía personal.2 Después de este uso, no existen más razones para impedir que la tierra quede en barbecho que las que prohiben que alguien deje su reloj en el cajón de su mesa de trabajo.3
Así, pues, las reclamaciones sobre una tierra nunca usada crean un falso título de propiedad. La imposición de esta reclamación contra el primer usuario se convierte en un acto de agresión contra un legítimo derecho de propiedad. Debe observarse que, en la práctica, no existen graves dificultades para distinguir una tierra en estado virgen natural de otra que ha sido durante cierto tiempo transformada por el uso humano. De un modo u otro, la mano del hombre deja una huella indeleble.
Otro de los problemas que a veces surgen en el ámbito de la validez de los títulos sobre la tierra es el relativo a la «prescripción adquisitiva». Supongamos que Rojo llega a una zona del país de la que no consta que haya sido propiedad de nadie; no hay vallas ni cercas ni ningún tipo de instalaciones. Asume, en consecuencia, que aquella tierra no tiene dueño. Comienza a roturar los campos, los utiliza durante cierto tiempo y luego, de pronto, aparece en escena el propietario original y ordena que Rojo sea desalojado. ¿Quién lleva la razón? El derecho civil fija arbitrariamente, en el tema de la «prescripción adquisitiva», un lapso de tiempo de veinte años, pasados los cuales el intruso retiene la propiedad absoluta de la tierra frente a cualquier intento del primer propietario o de otros. Pero nuestra teoría libertaria afirma que basta con que la tierra haya sido transformada una vez para convertirse en propiedad privada. Por consiguiente, si Rojo llega a una zona que de alguna manera revela un anterior uso humano, tiene la obligación de suponer que aquella tierra tiene dueño. Si penetra en aquellas regiones sin más dilación ni ulteriores investigaciones, corre el riesgo de convertirse en agresor. Es posible que aquellas tierras, antes con dueño, hayan sido abandonadas. Pero el recién llegado no debe dar alegremente por supuesto que aquellos campos, evidentemente trabajados y usados en una época anterior, ya no tienen dueño. Debe dar los pasos necesarios para poner bien en
claro si su nuevo título de propiedad es limpio. Existen de hecho instituciones dedicadas a este tipo de averiguaciones.4 Por otro lado, si Rojo llega a una zona donde obviamente nadie ha realizado antes ningún tipo de trabajo, puede adentrarse en ella y desplazarse con impunidad, porque en la sociedad libertaria nadie posee títulos válidos sobre tierras nunca antes labradas ni transformadas.
En el mundo actual, cuando ya está siendo explotada la gran mayoría de las zonas del planeta, no puede tener mucho alcance la invalidación de títulos sobre territorios nunca antes usados por nadie. Mayor importancia podría tener en nuestros días la invalidación de títulos de propiedad de tierra como consecuencia de persistentes agresiones e incautaciones por terceros de tierras con legítimos propietarios. Ya hemos estudiado el caso de los antepasados de Enrique Gómez, que se apoderaron, hace ya mucho tiempo, de algunas parcelas de tierra de la familia Pérez que en la actualidad los Gómez usan y cultivan como suyas. Supongamos que hace unos cuantos siglos los Pérez roturaron y cultivaron el suelo, convirtiéndose así en sus legítimos propietarios; y supongamos también que apareció a continuación Gómez, se asentó cerca de las posesiones de Pérez, reclamó, por vía coactiva, los títulos de propiedad sobre ellas y le exigió un pago o «alquiler» por el privilegio de seguir cultivando la tierra. Y supongamos, en fin, que algunos siglos más tarde, los descendientes de Pérez (o, para nuestro propósito, otros familiares o allegados) siguen cultivando la tierra y los descendientes de Gómez, o los compradores de sus derechos, siguen exigiendo tributo a los labradores actuales. ¿Sobre quién recae, en esta situación, el genuino derecho de propiedad? Es evidente que nos encontramos aquí, como ocurría con la esclavitud, ante un caso de agresión continuada contra los auténticos dueños —los verdaderos propietarios— de la tierra, los cultivadores o campesinos, a manos del ilegítimo propietario, el hombre cuya reclamación original y continuada sobre la tierra y sus productos se deriva de la coacción y la violencia. Del mismo modo que el primer Gómez fue un persistente agresor del primer Pérez, también ahora los modernos campesinos están siendo constantemente agredidos por los modernos detentadores de los títulos de propiedad heredados de Gómez. En este caso, que podemos calificar de «feudalismo» o «monopolio de la tierra», los señores feudales o monopolistas no pueden reclamar la propiedad legítima. Los dueños absolutos son los actuales «inquilinos» o campesinos y, como en el caso de la esclavitud, a ellos se les deben retornar los títulos de propiedad, sin compensación alguna para los monopolistas.5
Adviértase que, en nuestra definición, el «feudalismo» no se restringe a las situaciones en que se coacciona a los campesinos, mediante el empleo de la violencia, a permanecer en la zona de dominio del señor y a cultivar sus campos (dicho sin eufemismos, la institución de los siervos de la glebla).6,7 Ni se reduce tampoco a los casos en los que se recurre a medidas adicionales de violencia para atornillar y mantener incólumes los latifundios feudales (como por ejemplo que el Estado prohiba por medios coactivos que un propietario venda o legue sus tierra divididas en secciones más pequeñas).8 Es «feudalismo», tal como nosotros lo entendemos, apoderarse por la violencia de la propiedad de la tierra cultivada y poseída por sus verdaderos dueños, los transformadores del suelo, y prolongar durante años y años esta situación. Pagar alquileres feudales por las tierras es el equivalente cabal del pago de un tributo anual de los productores a sus violentos conquistadores. Los alquileres feudales de las tierras son, por tanto, una forma de tributo permanente. Nótese bien que no es necesario que los campesinos actuales sean descendientes de las víctimas primeras. Dado que la agresión se mantiene en pie tanto tiempo cuanto conserva su vigencia esta relación de agresión feudal, los campesinos de hoy son las víctimas contemporáneas y los actuales legítimos propietarios. En síntesis, en el caso de las tierras feudales o monopolio de las tierras se dan cita las dos condiciones señaladas por nuestra teoría para invalidar los actuales títulos de propiedad: primera, que tengan un origen delictivo no sólo los títulos originarios, sino también los actuales, y segunda, que se pueda identificar con facilidad a las víctimas actuales.
Nuestro hipotético caso del rey de Ruritania y de sus allegados presenta un ejemplo de los medios por los que el feudalismo ha podido apoderarse de amplias superficies de la tierra. Las maniobras del monarca consiguen que él y los suyos se conviertan en señores feudales de su parte alícuota de Ruritania y que cada uno de ellos imponga tributos, bajo la forma de «alquiler» feudal, a los moradores de sus respectivas zonas.
No pretendemos insinuar que todos los alquileres de tierras sean ilegales, ni que constituyan una forma soterrada de persistencia del pago de tributos. Al contrario, en una sociedad libertaria no hay razones para impedir que una persona que ha transformado unos terrenos los alquile o los venda a quien le plazca. De hecho, esto es precisamente lo que ocurre. ¿Cómo distinguimos, pues, entre los alquileres (o arrendamientos) feudales y los legítimos? También aquí aplicamos, una vez más, nuestra norma para determinar la validez de los títulos de propiedad: tenemos que comprobar si el origen del título sobre la tierra es delictivo y, en el caso que nos ocupa, si sigue persistiendo la agresión contra las personas que labran los campos, los campesinos actuales. Si descubrimos que se dan estas condiciones, desaparece el problema, puesto que es singularmente clara la identificación del agresor y de la víctima. Pero si no sabemos si estas condiciones existen, entonces (en aplicación de nuestra norma), a falta de una nítida identificación del delincuente, tenemos que concluir que los títulos de propiedad de la tierra y el pago de alquileres no son feudales, sino justos y legítimos. En la práctica, dado que en una situación feudal el origen delictivo es antiguo y persistente y las víctimas (los campesinos) fácilmente identificables, el feudalismo configura una de las formas donde más fácilmente se detecta la existencia de títulos carentes de validez.
Fuente: Publicado en Enemigosdelestado.com Link: http://www.enemigosdelestado.com/el-problema-del-robo-de-tierras-por-murray-rothbard/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=el-problema-del-robo-de-tierras-por-murray-rothbard
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