domingo, 26 de febrero de 2012

Lucas

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La masacre de Once ya tiene lo que le faltaba: un nombre propio. Sus víctimas habían sido, hasta ahora, “los cincuenta muertos”, todos extrañamente anónimos. O quizá no fuera tan extraño: vivieron anónimos –violentamente anónimos–; que los mataran tampoco les dio nombres.
Ahora hay uno. Lucas Menghini Rey era el único nombre que estaba en todas partes, porque nadie sabía de él y su familia lo buscaba con tesón y ciertos medios. No lo encontraban en ninguna morgue, en ningún hospital: fue, por dos días, un desaparecido. Antes había sido un muchacho de veinte años con una hija de cuatro que trabajaba en un call-center –la patria, últimamente, es un call-center–, tocaba la guitarra, cantaba, tenía ganas.
Apareció, todos sabemos, ayer tarde, cincuenta horas después del choque: su cuerpo había quedado entre dos vagones. Dicen que lo encontraron porque el olor era muy fuerte. La masacre de Once quedaba, así, completa.
Digo masacre. No digo tragedia, accidente, lamentable suceso. Digo masacre: lo que sucede cuando ciertas instituciones y personas matan a mucha gente con sus decisiones, con su lógica de poder. La masacre de Once se presenta como extraordinaria y es un concentrado de lo más ordinario, de lo que pasa todo el tiempo en la Argentina: ser pobre no sólo es vivir peor; también es morir mucho más fácil. El choque de un tren de mierda donde nunca viaja ningún rico, ningún funcionario o empresario, lo pone en evidencia. El choque produce a lo bestia en un minuto lo mismo que este orden social produce, más discreto, todo el tiempo: cualquier enfermo pobre que llega a un hospital público tiene menos chances de curarse que un enfermo más rico en una clínica privada, cualquier obrero de la construcción tiene más chances de romperse la cabeza en el trabajo que un gerente de banco, cualquier vecino pobre de una villa tiene más chances de caer en un asalto que un vecino rico de Nordelta –y así de seguido.
Por eso, creo, entre otras cosas, la masacre de Once pegó tan fuerte: porque es la síntesis de un orden, su puesta en evidencia más brutal. Por eso, creo, entre otras cosas, excedidos, los capitanes de ese orden hicieron todo mal.
El primer funcionario que habló del asunto, el secretario de Transporte Schiavi, hizo su ya famoso aporte: que si hubo tantos muertos fue por esa “cultura argentina” de viajar en los primeros vagones para bajarse antes. Al día siguiente él y su ministro declararon que el gobierno se iba a constituir en querellante: como si su gobierno no hubiera debido garantizar el buen funcionamiento de esos trenes, como si no hubiera forrado a esa empresa con subsidios, como si no fuera gobierno. Era el gobierno opositor en todo su esplendor. “Esto obliga a un replanteo del sistema de transportes”, clamaban sus propagandistas, que necesitaron tantos muertos para saber lo que todos sabíamos -y no dejan de simular que empezaron a gobernar ayer.
Y, mientras tanto, la doctora Fernández que callaba –que sigue callando: que se va hundiendo en su silencio.
Dentro de tanta farsa trágica, lo único que parecía haber funcionado era el operativo de rescate: el gobierno nacional y el porteño se disputaban ese mérito. Hasta que se supo que la última víctima, la desaparecida, la única que se había hecho un nombre propio, había estado allí mismo todo el tiempo.
Lucas, que su familia buscaba, que las redes sociales buscaban, que las autoridades decían que buscaban, estaba donde docenas de policías y bomberos habían supuestamente buscado horas y horas. La inepcia no podía ser más bruta, y el cabreo fue brutal. Si el choque había puesto en escena una Argentina partida, donde los pobres siguen tan indefensos, el hallazgo cincuenta horas tardío mostró que sus instituciones son, antes que nada, muy inútiles.
Lo he dicho otras veces: los argentinos, optimistas, solemos creer que nuestro principal problema es la viveza, la deshonestidad, la astucia taimada de los que nos gobiernan. Mucho más dañina suele ser su incapacidad, nuestra incapacidad: la inepcia. En un país cuya educación se degrada sin parar, cuya cultura se tinelliza con encono, cuyas instituciones están en manos de gente que no suele tener la preparación requerida ni la vocación requerida ni la decencia requerida, nada funciona bien. La historia de Lucas nos conmueve porque lo muestra sin siquiera un triste taparrabos.
En esa conmoción, en el cabreo, por un azar siniestro, Lucas se volvió el nombre que dará nombre a todos estos días: el nombre de la rapiña, el nombre de la incapacidad, el nombre del desprecio, el nombre de la violencia de un sistema y un gobierno contra sus ciudadanos. Un nombre que quizá resuene mucho tiempo; que quizás algún día signifique otra cosa.
FUENTE:Publicado en Pamplinas- blogs.elpais.com/pamplinas/

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