Por Alberto Benegas Lynch (h) (*)
Hasta donde mis elementos de juicio alcanzan, la primera vez que se
mencionó la expresión “ideología” fue en el trabajo preparado en 1801
por Destutt de Tracy, el seguidor de Condillac, titulado Elementos de la ideología
que luego amplió en cinco tomos. Cuando un grupo de intelectuales se
apartó de Napoleón, éste los tildó de “ideólogos” en el sentido
despectivo y peyorativo de “teóricos” y “poco prácticos” sin percatarse
que toda práctica eficaz está precedida por una buena teoría (y en
términos más generales, como destaca Henri Poincaré, toda acción en
cualquier dirección que no sea a los tumbos descansa en una teoría).
Por más que la referida expresión no tenga un significado unívoco, es
de interés remontarse a Marx y tomar su noción de algo enmascarado, de
un engaño que oculta otros intereses, por ende, en este contexto, se
trata de algo falso que encubre intenciones espurias. En esta línea
argumental, toda cultura sería ideológica excepto la marxista que sería
transideológica: no sería ideología la cultura después de la abolición
de clases, ni tampoco lo expresado por Marx en sus obras.
En un sentido más amplio y de acepción más generalizada, un ideólogo
es aquel que profesa un sistema cerrado, terminado e inexpugnable. En
otros términos, lo contrario al liberalismo que, por definición, está
abierto a un proceso de constante evolución. En “La Nación” de Buenos
Aires, mayo 31 de 1991, escribí una columna titulada “El liberalismo
como antiideología” (reproducida en mi Contra la corriente,
Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1992) en la que me explayo sobre esta
línea argumental que se da de bruces con el espíritu autoritario,
dogmático y fundamentalista, contrario a lo magníficamente resumido en
el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba (no hay palabras finales).
Es así que, en definitiva, la tesis marxista, crítica de la ideología
y de la religión (“el opio de los pueblos”) se convierte en una
ideología y en una caricatura de religión con dogmas, creencias y
ortodoxias no susceptibles de revisarse y los que han pretendido alguna
oposición han sido condenados severamente como herejes. Una propuesta
cerrada y terminada que debe tomarse en bloque. Por extensión entonces,
todo sistema que se da por concluido y no es susceptible de
contradecirse constituye una ideología, lo cual, naturalmente pone palos
en las ruedas de la ciencia y de todo progreso del conocimiento.
En todo caso, es pertinente detectar la conexión entre ideología y
violencia, puesto que el peligro es enorme de cazas de brujas cuando se
considera que se posee la verdad absoluta y se busca el poder. El adagio
latino lo explica: ubi dubium ibi libertas (donde no hay dudas,
no hay libertad puesto que se sabe a ciencia cierta donde dirigirse sin
necesidad de sopesar alternativas ni decisiones).
Es muy fácil para el ideólogo deslizarse hacia el uso de la fuerza
“para bien de la humanidad” aun destrozando las libertades del hombre
concreto, de allí que Marat exclamaba en plena contrarrevolución
francesa “¡no se dan cuenta que solo quiero cortar una pocas cabezas
para salvar a muchas!”. Si está todo dicho y es la verdad absoluta hay
una tentación para imponerla y excomulgar a los no creyentes. Son seres
apocalípticos que pretenden rehacer la naturaleza humana y a su paso
dejan un tendal de cadáveres. Son “redentores” que aniquilan todo lo que
tenga visos de humano. Son militantes que obedecen ciegamente los
dictados de sus dogmas y consignas tenebrosas.
Por esto es que en el Manifiesto comunista Marx y Engels
“declaran abiertamente que no pueden alcanzar los objetivos más que
destruyendo por la violencia el antiguo orden social”. Por esto es que
Marx en Las luchas de clases en Francia en 1850 y al año siguiente en 18 de Brumario condena
enfáticamente las propuestas de establecer socialismos voluntarios como
islotes en el contexto de una sociedad abierta. Por eso es que Engles
también condena a los que consideran a la violencia sistemática como
algo inconveniente, tal como ocurrió, por ejemplo, en el caso de Eugen
Dühring por lo que Engels escribió El Antidühring en donde subraya el “alto vuelo moral y espiritual” de la violencia, lo cual ratifica Lenin en El Estado y la Revolución,
trabajo en el que se lee que “la sustitución del estado burgués por el
estado proletario es imposible sin una revolución violenta”.
Lo dicho no va en desmedro de la conjetura respecto a la honestidad
intelectual de Marx tal como he señalado en otra oportunidad hace poco,
en cuanto a que su tesis de la plusvalía y la consiguiente explotación
no la reivindicó una vez aparecida la teoría subjetiva del valor
expuesta por Carl Menger en 1870 que echaba por tierra con la teoría del
valor-trabajo marxista. Por ello es que después de publicado el primer
tomo de El capital en 1867 no publicó más sobre el tema, a pesar
de que tenía redactados los otros dos tomos de esa obra tal como nos
informa Engels en la introducción la segundo tomo veinte años después de
la muerte de Marx y treinta después de la aparición del primer tomo. A
pesar de contar con 49 años de edad cuando publicó el primer tomo y a
pesar de ser un escritor muy prolífico se abstuvo de publicar sobre el
tema central de su tesis de la explotación y solo publicó dos trabajos
adicionales: sobre el programa Gotha y el folleto sobre las comunas de
Paris.
En resumen, las ideologías no solo entorpecen y paralizan toda
posibilidad de avance del conocimiento sino que permanentemente están
expuestas a la tentación criminal de la violencia para imponer su
concepción supuestamente “impoluta y bienhechora” que siempre sojuzga y
deglute las libertades de las personas para entronizar el reino del
terror.
Cierro con una cita de la autobiografía de Agatha Christie donde
consigna que en la época en que ella escribía “nadie habría imaginado
entonces que llegaría un tiempo en que las novelas de crímenes se
leerían por el placer de la violencia, por un gusto sádico hacia la
violencia en sí misma […] Me asusta por la falta de interés en el
inocente […] ¿Qué hacer con los corrompidos por la crueldad y el odio y
para los cuales la vida de los demás no significa nada? A menudo son
personas de buena familia, con grandes oportunidades y buena educación
que son unos malvados […] Pero lo importante es el inocente que exige
que se le proteja y se le salve del mal”.
(*)Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. En
Administración. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas
y fue profesor y primer Rector de ESEADE.
FUENTE: PUBLICADO EN ESEADE- http://eseade.wordpress.com/
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