Jorge Luis Borges
Llevamos intentando nada menos que siete décadas hacerlo en cuotas; a esta altura, ya deberíamos haberlo conseguido. Nos hemos pasado los últimos setenta años buscando a quien echar la culpa de nuestra decadencia, pero jamás nos hemos mirado al espejo para encontrarlo. Cuando, finalmente, logremos terminar con nuestra vida, el resto del mundo nos recordará, si es que lo hace, con el mismo asombro con que Tato Bores, disfrazado de arqueólogo, nos contaba por televisión que "según dicen, aquí había un país que se habría llamado Argentina".
Hace nada más que treinta meses que elegimos un Presidente y le encargamos la ardua tarea de cambiar nuestro destino, que antes habíamos puesto en manos de una asociación ilícita que se llevó lo mucho que aún quedaba y nos dejó desnudos y a los gritos. Pero recordemos, sin hipocresía, que durante doce años y medio estuvimos encantados con la fiesta que organizaron para, en pleno festejo, desvalijarnos. Es más, sólo cuatro años antes habíamos renovado nuestra ciega confianza en los organizadores del evento con el 54% de los votos y, aún hoy, cuando el cielo está empañado por los espectros de fondos santacruceños, reservas monetarias, viviendas sociales, cloacas, puertos, vías férreas, rutas, petróleo, gas, luz y agua faltantes, una porción nada despreciable de nosotros sigue aferrado al culto de la psicótica personalidad de su jefa.
Cuando la clase media no tuvo más remedio que darse por enterada del desquicio en que se había convertido la República, forzada sin opciones a hacerlo por los bolsos que volaban en los conventos o por los impúdicos videos de La Rosadita y, sin ponerse colorada, se mostró horrorizada cuando los podridos cimientos del kirchnerismo quedaron expuestos a la luz y, con un fervor nunca visto, se dedicó a fiscalizar los comicios para impedir que, nuevamente, la aceitada maquinaria electoral del peronismo del Conurbano consiguiera torcer la democracia. Así logró que Mauricio Macri-Gabriela Michetti y María Eugenia Vidal-Daniel Salvador llegaran al poder por pequeñísimos márgenes, pese a que sus contendientes eran nada menos que Daniel Scioli-Carlos Zannini y Anímal Fernández-Martín Sabbatella, los grandes oficiales de la Orden del Latrocinio y la Droga.
La crisis que dejó Cristina Elisabet Fernández fue muchísimo peor que la que sufrimos en 2001, pero nadie la percibió, y el Gobierno cometió la imperdonable estupidez de no inventariarla detalladamente. En aquel entonce, sólo se trató de un problema bancario y cambiario, derivado del estallido de la convertibilidad, ese invento de Domingo Cavallo que a todos nos gustó, a punto tal que todos los candidatos presidenciales en 1989 juraron conservarla. Sería bueno que recordáramos que volvimos a aplaudir cuando, pocos días después, Adolfo Rodríguez Saa le cantó la vacía a los acreedores y el Congreso entero gritó su felicidad al mundo.
Pero el final de Carlos Menem y la frustración de Fernando de la Rúa habían dejado una inmensa capacidad ociosa, tanto fabril cuanto energética, y eso permitió, con una fuerte devaluación asimétrica, salir rápidamente del pantano. En cambio, la arquitecta egipcia hizo todo lo contrario ya que, exacerbando el consumo y "regalando" la luz y el gas a los porteños, no dejó posibilidad alguna de rápida recuperación; su única virtud -por cierto, impuesta por el desprestigio nacional y la disparatada política exterior- fue dejar escaso endeudamiento externo.
Cuando el Gobierno había comenzado a encarrilar un poco la situación externa -con la salida del default y del cepo cambiario-, mientras se negaba a ejecutar el tajante ajuste del gasto fiscal que reclamaban a coro los economistas más ortodoxos por el impagable costo social que el mismo acarrearía, llegó nuevamente el populismo demagógico a intentar incendiar el país para recuperarse del frío que implica transitar por el desierto: primero, generando un monumental conflicto social cuando se sancionó la más que tibia ley de reforma previsional; luego, aplicando tributos a la renta financiera (que ya los pagaba, a través del normal impuesto a las ganancias de personas y sociedades); y ahora, pretendiendo retrotraer las tarifas de la energía y del agua a valores de 2017 (los curiosos ¿renovadores? de Sergio Massa) o, directamente, a diciembre de 2015 (las hordas de Axel Kiciloff).
Como Cambiemos no tiene mayoría en ninguna de las cámaras del H° Aguantadero nacional, las tribus peronistas pueden reunirse, invitar a la izquierda nihilista y a varios imbéciles de la propia coalición gobernante a construir rápidamente una barricada para impedir que se pueda avanzar hacia la seguridad jurídica; lo logró dando media sanción a una loca ley que pretende que la energía se regale, como se hizo durante la gestión anterior, que así consiguió el extraño logro de perder la autosuficiencia energética. De esa pérdida derivó el monstruoso drenaje de divisas (US$ 50 mil millones) para pagar -y, en el camino, cobrar los indispensables sobreprecios- la importación de gas, energía eléctrica y hasta fueloil; de las vacías arcas del Banco Central surgió, a su vez, la mayor inflación, con el crecimiento exponencial de la pobreza que siempre conlleva.
Gran parte de la culpa del éxito que ha obtenido la hipócrita demagogia en el Congreso corresponde al propio Gobierno, que nunca tuvo el tino de explicar, clara y profundamente, cómo había sido la fiesta de los K (imperios hoteleros y estancieros, coimas de toda clase y color pero un solo destino, aviones y helicópteros fabulosos, flotas de autos de lujo, empresas financiadas reteniendo nuestros impuestos, red de medios de comunicación al servicio de la banda, destrucción de la ganadería, pérdidas de mercados internacionales, cooptación de jueces y fiscales, uso político de la educación, más de US$ 11,2 mil millones pagados por indemnizaciones aún hoy oscuras a los terroristas y sus familiares, etc.), para que supiéramos todos cómo sería el día después de la noche anterior, y qué esfuerzo debíamos hacer para que se nos pasaran los efectos de esa nefasta borrachera generalizada.
Hoy, que Macri se ve obligado a volver al Fondo (en realidad, nunca nos fuimos) a solicitar un crédito que le permita superar la renovada crisis cambiaria -¡por favor, no compararla con el 2001!- que esos mismos cretinos irredentos han generado con su demagogia pasada y presente, la hipócrita clase media parece haberse dado vuelta, y despotrica contra el Gobierno por los aumentos que debe pagar si quiere seguir despilfarrando la escasa energía; mientras, sale gozosa a comprar dólares transformando la devaluación de nuestro pobre peso en una profecía autocumplida. Por lo que dice la encuesta de Berenstein-D'Alessio, también critica la negociación abierta con el FMI, que seguramente resultará exitosa, dado el enorme apoyo internacional que ha obtenido el Gobierno en estos momentos.
El peronismo festeja, claro, la posibilidad de obligar al Presidente a ir al ballotage en 2019, para cuando su delirio le permite creer que tendrá un candidato único y competitivo. Pero me permito desilusionarlo: sé, con toda certeza, que esa clase media, que hoy llora por la gran parte del mini-ajuste que le toca soportar, aunque sea tapándose la nariz volverá a votar por Cambiemos; así se sumará a muchos que, en el Conurbano profundo, han visto por primera vez a un Estado presente, traducido en obras tangibles, en pavimentos, en cloacas, en iluminación pública, en agua potable, en redes de gas, etc., y todo ello mientras zafan del día a día con tarifas sociales.
Pero -recordémoslo cuando se intensifiquen las protestas en la calle- que todos reclamos que el Estado se achique fuertemente, porque no hay economía que resista que 6,5 millones de ciudadanos productivos mantengan a casi 12 millones que no trabajan. ¡Muchachos, la fiesta terminó, y hay que pagar hoy mismo la cuenta!. Como no podemos lavar los platos, elijamos de una vez: convirtámonos en un país normal -con la sangre, sudor y lágrimas que nos costará- o suicidémonos al contado.
Bs.As., 12 May 18
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado - Enviado por su autor
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