La semana ha sido sumamente complicada, y se han gastado ríos de tinta en comentarlo. Entonces, me limitaré a decir que el final del acto de la CGT me dejó un horrible sabor a dejá vu; es que ver a las organizaciones trotskistas comenzar a operar, y al kirchnerismo convertido en su compañero de ruta, trajo a mi memoria lo sucedido a partir de los hechos de Ezeiza, cuando Perón volvió al país.
En el marco del conflicto docente aún vigente –y que se transformó en otro de los frentes elegidos por quienes quieren destrozar a la democracia-, me parece más importante formular propuestas para un país mejor, y hoy será entonces el turno de la Universidad pública.
Es mentira que ser pública y gratuita la convierta en una igualadora social y, por eso, no lo es en Cuba, China, España, Brasil, Ecuador, etc. Ese mantra populista perpetúa privilegios: ¿qué porcentaje de alumnos proviene de las clases media-baja y baja?, ¿resulta lo mismo estudiar para alguien mantenido por sus padres que integrar una familia obrera, que necesita del trabajo del propio alumno para subsistir?, ¿es igual ir en automóvil que viajar horas en medios públicos para llegar a clase? Y ya que se sostiene con impuestos que pagamos todos, ¿es justo que los más pobres soporten una Universidad que carece exigencias y será inalcanzable para sus hijos?
Pensemos por qué toda la comunidad tiene que pagar para que algunos pocos estudien carreras que no sirven al conjunto social y que, en la enorme mayoría de los casos, los graduados no encontrarán inserción laboral en el campo elegido, produciendo frustración y resentimiento.
Finalmente, la vigente Ley Federal de Educación, al prohibir la difusión pública de las evaluaciones de establecimientos educativos de niveles secundario y universitario, iguala hacia abajo, porque impide la sana competencia basada en la calidad y en la calificación de los títulos que otorga cada uno, mucho de lo cual depende, precisamente, de los maestros y profesores, que necesitan actualización y perfeccionamiento permanentes.
El promedio de permanencia de estudiantes de carreras de cinco años, es siete y se gradúa sólo el 22% de quienes ingresan. Esa prolongación artificial de la vida universitaria genera mayores gastos en salarios, en infraestructura, en medios para la investigación, etc., y todo recae sobre la población en general, inclusive de aquellos sectores cuyo único consumo son los alimentos de primera necesidad, gravados con el IVA.
Lo reducido de los salarios docentes en todos los niveles hace que sólo puedan ingresar a la enseñanza aquellos que, amén de una increíble vocación, disponen de otros medios de subsistencia o que buscan, en la cátedra, un galardón social. Ello no siempre es acompañado por la calidad de la enseñanza impartida.
Finalmente, y para no extenderme más en el diagnóstico, un solo ejemplo: en Japón (115 millones de habitantes), hay sólo 18 mil abogados autorizados a ejercer la profesión; en Francia (55 millones), 15 mil; en la ciudad de Buenos Aires (3 millones), somos más de 70 mil. El exceso de competencia hace que se bastardee el ejercicio profesional, los honorarios sean más magros, y que cada día menos letrados consigan vivir de su talento. Sin embargo, la UBA sigue graduando futuros frustrados, y el costo lo soporta toda la población; ¡suena raro! Mientras tanto, grandes conglomerados internacionales en industrias de punta ven dificultada su instalación en el país porque no encuentran suficientes ingenieros, expertos en alimentación, informáticos, petroleros, geólogos, químicos, físicos, matemáticos, geógrafos, etc..
Mi propuesta es establecer cuántos nuevos graduados universitarios y terciarios de cada una de las disciplinas necesitará el país a tres y cinco años vista; basta con introducir en una computadora la información que suministren las empresas y el sector público, incluyendo a los potenciales inversores.
Con el resultado de esa investigación, se constituirá un primer cupo de ingresantes a la Universidad. Para formar parte de él, los aspirantes deberán rendir un muy exigente examen de ingreso –en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias sociales-, en especial para las carreras docentes, y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado mediante pruebas semestrales. A los miembros de ese primer cupo no se les cobrará matrícula alguna y, además, se les pagará un sueldo razonable para mantener a su familia durante sus estudios. Como es obvio, quienes lograran graduarse integrando ese primer cupo encontrarán una clara salida laboral, ya que tanto el Estado cuanto las empresas los buscarán afanosamente.
Luego, crear un segundo cupo que tuviera en cuenta la capacidad física (instalaciones) de cada una de las facultades. Quienes lo integren, es decir aquellos que opten por carreras que el país no necesitará –y, por ende, es injusto que deba soportar- o por estudiantes que no lograran el nivel de excelencia requerido para el primero, deberá pagar para estudiar: ¡si quieres hacerlo, báncalo tú!
Incorporaría, además, a esas normas una ley que impusiera al sector público la obligación de contratar, como consultora externa, a la Universidad, y pagar los honorarios correspondientes.
Veamos, antes de rechazarla in limine, qué efectos produciría la solución propuesta. En primer término, mejores graduados y, con ellos, el país dispondrá de profesionales excelentes en las disciplinas más indispensables. Luego, impedirá la permanencia del “estudiante crónico”, ese al cual el bajo nivel de exigencia le permite eternizarse en los claustros por muchos años, incordiando a los verdaderos estudiantes, que quieren aprender.
Con el producido de las matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo, más los honorarios que la Universidad generará por sus servicios de consultoría externa y la generación de ingresos por nuevos desarrollos propios aplicables a la industria, se formará un incremento presupuestario que permitirá mejorar sensiblemente los salarios de los docentes e invertir en infraestructura y en medios de investigación.
Al pagar verdaderos salarios, aumentará la aspiración por enseñar, y así permitirá exigir más calidad a los profesores –incluyendo la verdadera dedicación exclusiva de algunos de ellos- y el círculo virtuoso se cerrará con el nivel de excelencia en los claustros, lo cual transformará a la Universidad en un verdadero faro capaz de iluminar el futuro del país, dejando de ser otro triste fanal que sólo permite ver la pendiente descendente en la que la Argentina está embretada desde hace décadas.
Bs.As., 11 Mar 17
Enrique Guillermo Avogadro - Abogado
ENVIADO POR SU AUTOR
No hay comentarios:
Publicar un comentario