Todavía hay ciudadanos y clientes
Rogelio Alaniz
La
ley Sáenz Peña contó con lúcidos defensores y críticos tenaces. Durante
esas jornadas, el Parlamento estuvo a la altura de sus pretensiones.
Cada uno de los artículos del proyecto fue discutido y objetado. Las
principales espadas del régimen conservador lucieron su brillo y su
filo. Indalecio Gómez supo controlar la situación desde el principio al
fin. Fue denostado por más de un diputado y cierta prensa se ensañó con
su trayectoria y sus afectos. Sin embargo, hasta sus rivales más tenaces
le reconocieron talento, sabiduría y, sobre todo, prudencia.
La
otra luminaria del debate fue Joaquín V. González, el legislador que
presentó las objeciones más interesantes. González ya era, para esa
fecha, una suerte de prócer de la política nacional. Nadie ponía en duda
su prestigio, honorabilidad y talento. El hombre que discutía la ley
8871 era el mismo que diez años antes había promovido la reforma
electoral más audaz de su tiempo, una reforma que, entre otras
consecuencias, permitió la llegada de Alfredo Palacios al Congreso.
Quienes lo recusaban por conservador o liberal, no podían explicar por
qué ese hombre del régimen había alentado la sanción de un Código de
Trabajo, previo un estudio detallado de las condiciones de vida de los
obreros, tarea que estuvo a cargo del ingeniero Bialet Massé, quien
contó con la colaboración de Manuel Ugarte, José Ingenieros, Leopoldo
Lugones y Augusto Bunge, es decir, la jeunusse dorée del socialismo.
Para los amigos de las conclusiones lineales, esas reformas,
impulsadas o consentidas por Roca, no concuerdan con quienes lo
califican como el jefe de la oligarquía. ¿Lo fue? Es probable, pero
convengamos que esa oligarquía disponía de luces y brillos propios. Es
que con sus tonos y matices, con sus virtudes y defectos, esa generación
que se inició con el roquismo, pero trascendió a Roca, fue capaz de
construir un gran país, una nación que al momento de debatirse la
sanción de la ley 8871, estaba considerada entre las seis o siete
grandes potencias del mundo.
En
definitiva, el debate de 1911 se dio en el interior del régimen, entre
puntos de vista contrapuestos, y en donde todos sin excepción tenían
claro que la ley no se sancionaba para legalizar ninguna revolución,
sino, en todo caso, para impedirla. ¿Fue una solución para los
conservadores o para los radicales? No es fácil responder a este
interrogante, dificultad que proviene del carácter de una legislación
cuyas consecuencias fueron diversas y contradictorias.
En mi opinión, lo que contamina el debate histórico sobre los alcances
y límites de esta ley, son las categorías ideológicas que se imponen
para tratar de interpretarla. Tal vez esas categorías sean
indispensables para la construcción histórica, pero es necesario admitir
que en más de un caso ellas han contribuido a confundir y empañar el
debate, perdiendo de vista los datos consistentes de la realidad y las
transformaciones reales que la ley promovía, transformaciones que, bueno
es advertir, fueron importantes más allá de las exageradas
ponderaciones de algunos de sus publicistas más entusiastas.
La ley Sáenz Peña, como ya se dijo, amplió los derechos políticos,
pero no se debe perder de vista que de su texto estuvieron excluidas las
mujeres y los pobladores de los territorios nacionales. A ello hay que
agregarle que el proceso de nacionalización de los inmigrantes fue
lento, motivo por el cual la participación electoral creció, aunque para
1916 sólo votaba el diez por ciento del padrón. Entre tanto, en muchas
provincias la prácticas fraudulentas estaban a la orden del día.
Hecha esta aclaración -que no es menor ni anecdótica- hay que admitir
que la ley perfeccionó los hábitos políticos. Su vigencia debe haber
sido importante, a juzgar por las opiniones de los golpistas de 1930,
para quienes todos los males del país: corrupción, demagogia, chusma
radical en el poder y gobierno de los incompetentes, obedecían a la
vigencia de esa ley nefasta y maldita, como dijera uno de los caciques
más conspicuos del régimen conservador.
Retornemos a 1911, al debate en el Congreso. La puesta en escena era una
ceremonia digna de Orson Welles o Cecil de Mille. Con Roque Sáenz Peña
el régimen había institucionalizado el boato y la distinción que ya
existían de antes. El presidente de las grandes reformas democráticas
introdujo en la Casa Rosada y el Congreso una servidumbre con librea
francesa. No era la vanidad personal lo que estimulaba a don Roque, sino
el deseo de poner en un nivel insigne la majestad del poder. El régimen
oligárquico creía en su grandeza, creía en la grandeza del país que
estaba forjando y levantaba edificios, estatuas e instituciones a la
altura de sus ambiciones y esperanzas.
Lo
que se discutía en el Congreso eran básicamente tres temas. El sufragio,
la representación de las minorías y la confección de un padrón
confiable con autoridades idóneas encargadas de velar por la legitimidad
de los comicios. Si el voto debía ser universal, secreto y obligatorio,
era un tema que hoy parece fuera de discusión, pero que en su momento
motivó encendidas polémicas. Conviene recordar, que para 1912 la
universalidad del voto estaba admitida en pocos países e, incluso, las
modalidades de esa universalidad estaban en discusión. ¿Votaban todos,
votaban los contribuyentes, votaban los que sabían leer y escribir? ¿el
voto debía ser secreto o público, obligatorio o voluntario?.
Joaquín V. González no creía en la representación por lista
incompleta. Por eso defendió con algunas correcciones su proyecto de
1902. El político riojano era progresista, amigo de las reformas, pero
en primer lugar era conservador. Como tal, entendía que la clase
dirigente existía, y que tenía tiene una misión que cumplir. Esa misión
se podía articular con el sufragio y, además, debía articularse, pero en
ningún caso debía ser puesto en tela de juicio el carácter dirigente de
la élite.
Sáenz Peña, a su manera,
pensaba algo parecido. La ley no se sancionó para regalarle el poder a
los radicales o para obsequiarles bancas a los socialistas.
Fundamentalmente se sancionó por las necesidades de la época y para que
el régimen continuara en el ejercicio del poder. La ley nació con una
asignatura pendiente que el régimen conservador prometió rendir y
aprobar con las mejores notas. Se trataba de construir hacia el futuro
un partido moderno, democrático, conservador y de masas. ¿Podrían
hacerlo? Sáenz Peña y González no dudaban acerca del cumplimiento de ese
objetivo. Intentarán concretarlo con Lisandro de la torre en 1916 y
fracasarán. Después vendrán otros fracasos y la deserción de lo
conservadores de su destino democrático. La promesa de un partido de
derecha, con capacidad de competir en democracia será reemplazada por la
intriga corporativa, la conspiración con los poderes económicos y,
finalmente, la alianza con las Fuerzas Armadas para recuperar el poder
que no fueron capaces de ganar en condiciones democráticas.
Por lo pronto, para febrero de 1912 el clima reinante era jubiloso.
Sáenz Peña expresó en su mensaje presidencial lo que sinceramente se
creía. “He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis
esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer
mandatario. Quiera el pueblo votar”. De eso se trataba, de crear al
ciudadano o de devolverle el derecho a elegir. Curiosamente, fue en el
interior de ese régimen donde nacieron las iniciativas destinadas a
crear una realidad en que la política dejara de pensarse exclusivamente
desde el poder, para darle entidad al ciudadano, es decir, para hacer
efectivo el principio de que son los pueblos los que eligen a sus
representantes y no a la inversa.
Las
palabras de Indalecio Gómez en el debate parlamentario fueron ejemplares
y mantienen rigurosa actualidad: “El gobierno nacional ha declarado que
no intervendrá en las elecciones, que no habrá un solo diputado elegido
ni siquiera por una indicación indirecta. Se ha tratado de imprudente
esta declaración, diciendo que los gobiernos necesitan tener diputados.
Será imprudente, pero antes que la necesidad de que los gobiernos tengan
diputados, existe la necesidad de que el pueblo elija sus diputados”.
Estas palabras fueron dichas hace cien años, pero si hoy un
presidente, ministro o funcionario del poder las repitiera, el escándalo
que provocaría sería mayúsculo, con lo cual se demuestra que la ley
Sáenz Peña aún no ha agotado su ciclo, entre otras cosas porque el
ciudadano que intentó construir en 1912, cien años después ha degradado
en cliente de maquinarias manejadas por caciques financiados por el
partido oficial, maquinarias no muy diferentes en lo fundamental a las
del régimen “falaz y descreído” de principios del siglo veinte.Fuente: Publicado en ElLitoral.com
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