lunes, 29 de abril de 2013


La libertad y su eterna vigilancia.
 Por Alberto Medina Méndez
Una retorcida interpretación de la democracia actual sigue haciendo de las suyas en el mundo. La oligárquica corporación política viene por más, y en algunos sitios, su soberbia les permite decir sin pudor, que vienen por todo.

Esa casta de dirigentes cree pertenecer a una privilegiada lista de seres humanos especiales, iluminados que todo lo saben, que son capaces de darle a la gente lo que quiere. Aspiran a apropiarse del poder y usar lo logrado para provecho propio. Para mantenerse allí, necesitan secuestrar a la sociedad, arrebatarle su poder de decisión, acorralarla a diario, suprimir su autoestima, sus derechos y fundamentalmente su libertad.

Los populismos contemporáneos, su perseverante e hipócrita discurso del socialismo del siglo XXI y su aliado circunstancial, el Estado del bienestar, vienen trabajando duro, hace mucho, en quitar las libertades una a una.

La dinámica de destrucción de las libertades ahora no ha elegido las armas y la violencia como mecanismo como lo fue en tiempos del comunismo. Bajo la influencia de Antonio Gramsci, algunos comprendieron que la lucha es cultural y siguieron al milímetro aquello que afirmaba este pensador cuando decía “La conquista del poder cultural es previa a la del poder político y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios”.

Buena parte de los que detentan el poder actual, intentan ese camino. Se han adueñado del lenguaje, de las ideas, instalando nuevos paradigmas, para de este modo garantizarse contar con un constante apoyo popular.

Afirman desear democracia, libertad, prosperidad, diversidad. Hablan de amor, de luchar contra la pobreza. La evidencia muestra todo lo contrario.

Ellos pretenden discurso único y hegemónico, por eso quieren eliminar la crítica y el disenso. Defienden la existencia de una verdad única, y desde allí pretenden silenciar a todo el que piense diferente, con normas que diseñaron para limitar el poder de la sociedad. Por eso crearon una legislación que regula la libertad de expresión, siempre bajo la amenaza del latente intento sedicioso, esa fuerza confabuladora que a la sombra de sus intereses económicos y políticos, conspira siempre.

El odio es el emblema que los moviliza. Instalan la idea de una sociedad dividida, clasifican a la gente como en grupos enemigos del sistema. La riqueza del idioma les aporta esa chance de etiquetar con una sola palabra a todos los que desean combatir, como cipayos, vendepatrias, oligarcas, golpistas, imperialistas, en una interminable lista de términos que usan para poner en la vereda de enfrente a un sector de la sociedad, y así fustigarlos.

Ellos saben que para lograr sus fines, precisan limitar y eliminar cada una de las libertades vigentes. El combate político del presente, les impone una tarea gradual, sistemática, metódica, pero perseverante. Se trata de ir despojando a la sociedad de sus libertades, sin que los ciudadanos se den cuenta, o generando solo pequeñas molestias que no sean consideradas relevantes como para resistirse y de ese modo puedan seguir contribuyendo con su complicidad funcional a alimentar el poder del sistema.

Para lograrlo, bajo el paraguas de esta parodia democrática, van buscando aliados. Por un lado están sus seguidores más leales, esos que comparten el objetivo político, que  coinciden en el proyecto, y lo conocen en detalle.

A estos se suman los intelectuales, que diseñan el relato, para construir la estructura argumental que sostiene el esquema político. Algunos aportan ideas solo por migajas y un reconocimiento mínimo. Otros mercantilizando su contribución, como intelectuales a sueldo, que construyen un endeble, pero aparentemente sólido, soporte a cambio de algo de dinero para su supervivencia cotidiana, ese que no obtendrían de otro modo.

El componente clientelar nunca falta a la cita, porque aporta masa crítica y electoral. En este grupo no solo están los que menos tienen que reciben dádivas del asistencialismo, sino también una inmensa lista de personas de baja autoestima y excesivo resentimiento.

Finalmente se identifica  al grupo de los que hacen negocio con el régimen. Se trata de pseudo empresarios, que pretenden obtener ventajas económicas, constituyéndose en colaboracionistas. Por un lado dicen en privado que se dan cuenta de lo que está sucediendo, pero su codicia e incapacidad evidente,  les impide poner en la balanza ciertas cuestiones, y eligen así el camino de enriquecerse de modo poco convencional.

Quienes creen que todo está perdido y no vale la pena resistir, se equivocan. La libertad siempre tiene un costo para los que creen en ella sin matices.  No se trata ya de un simple derecho, sino de una posibilidad que hay que ganársela, que debe ser defendida con convicción y determinación, sabiendo que el adversario es astuto y que se ha apropiado de los recursos de todos para poner de rodillas a los individuos.

No se llegó hasta aquí por casualidad. Ellos fueron contaminando las mentes de todos y avanzando en este proceso con la anuencia legitimadora, sumando la aprobación de muchos que hoy se espantan con lo ocurrido.

Definitivamente, la estrategia es destruir lo que se conoce como libertad. El plan es terminar con ellas, en forma secuencial, gradual, y en cada paso que dan construyen un planteo que justifica quitar ese derecho.

Siempre, existirá en su vocabulario, el bien superior, el interés común, la importancia de lo colectivo por sobre lo individual. Con esa línea argumental fueron robando la libertad de cada persona. Y para ello, legitimaron cada decisión con la caricatura democrática del poder de las mayorías.

La libertad está en peligro. Ellos vienen avanzando en firme y decididamente van por más. Cada uno de los integrantes de la sociedad debe tomar la decisión adecuada y elegir de qué lado está y como serán sus próximos pasos, en este ejercicio de convivir en sociedad.

Es por no custodiar la libertad que se llega a este estado de situación. La negligencia y distracción de su momento, el priorizar el presente por sobre el futuro, hizo creer a tantos que todo estaba bien, y validar así cada avance. Se prefirió no escuchar cuando se advertía lo que venía. Esto que está pasando es el precio de hacer oídos sordos.

Ser libre tiene un costo. Hoy, como siempre, la frase atribuida a Thomas Jefferson tiene más vigencia que nunca, “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”.
Alberto Medina Méndez
ENVIADO POR MAIL POR SU AUTOR

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