Argentina amanece hoy con el primer Paro General organizado por la CGT contra el gobierno de Mauricio Macri. Los motivos de la medida no están del todo claros.
En algunas pancartas se lee que la protesta es “contra el impuesto al salario”, cuando el impuesto a las ganancias fue modificado recientemente por el congreso, quitándole presión fiscal a un amplio rango de la población.
Otro de los argumentos para la huelga es oponerse a la política económica del gobierno de Cambiemos que, a juicio de los líderes sindicales, “golpea muy fuertemente a los sectores del trabajo, a los más humildes”.
La situación económica de Argentina no es de las mejores. Después de una década de populismo donde el gasto público creció de manera insostenible y la inflación derivó en un extensivo sistema de control de precios que destruyó la producción, el año pasado la economía cayó 2,3% y el salario real perdió, en promedio, 5% de poder de compra en el sector privado formal. Por si esto fuera poco, la pobreza afecta al 30% del país.
Ahora bien, un planteo serio sobre el escenario descripto anteriormente debería terminar en manifestaciones sindicales en contra del populismo, no en contra del nuevo gobierno que dice venir a combatirlo. Pero ese es un tema aparte.
La pregunta más esencial es si la acción de los sindicatos puede mejorar el salario de sus representados o si, más bien, termina siendo una carga para la calidad de vida de los trabajadores.
Suele creerse que los gremios son los responsables de mejorar las condiciones de vida de los asalariados. Gracias a sus “luchas”, su “poder” y sus “conquistas sociales”, hoy el trabajador promedio vive mucho mejor que hace 100 años, cobrando un salario mayor y trabajando menos horas. Esta afirmación, sin embargo, no puede estar más lejos de la realidad.
Es cierto que los trabajadores del mundo jamás estuvieron mejor en términos promedio, pero sería erróneo adjudicarle esta mejora a la labor sindical.
Es que los salarios reales de los trabajadores, (es decir, su poder de compra) no se establecen por la imposición gremial, sino por las condiciones de mercado. Como con cualquier otro precio de la economía, es la oferta la demanda la que determina el verdadero poder de compra de los salarios, y cualquier intervención en este ajuste espontáneo producirá consecuencias indeseadas.
Por ejemplo, si en la industria del petróleo el sindicato consigue imponer un salario que esté por encima de aquél que fijaría el mercado libre, entonces las empresas no podrán hacer frente a este costo y terminarán achicándose. En este esquema, ganan algunos empleados, pero a costa del desempleo de otros.
Así, los sindicatos, si bien pueden generar la mejora transitoria de algunos sectores particulares, no pueden incrementar los salarios generales de toda la economía.
George Reisman, economista norteamericano, explicaba este fenómeno:
“lo único que puede explicar un aumento de los salarios reales en todo el sistema económico es una caída de los precios en relación con los salarios. Y lo único que logra esto es un aumento en la producción por trabajador. Una mayor producción por trabajador - una mayor productividad de la mano de obra - sirve para aumentar la oferta de bienes y servicios producidos en relación con la oferta de mano de obra que los produce. De esta manera, reduce los precios en relación con los salarios y con ello eleva los salarios reales y el nivel de vida general”
Ahora bien, ¿cómo pueden un paro general, o cortes de calles, o “dar vueltas los taxis de los que no paren”, como dijo Viviani, mejorar la producción por trabajador? La realidad es que no pueden.
Como se observa, la clave para que mejoren las condiciones de vida de los trabajadores no es tener sindicatos fuertes, sino un sector privado que crezca, que invierta y que produzca cada vez más y mejores bienes y servicios.
Si los sindicatos, con paros y manifestaciones, se oponen a este proceso, no solo jugarán en contra de los propios trabajadores, sino en contra de la recuperación del país.
Saludos,
Iván Carrino
Editor de CONTRAECONOMÍA.
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