La política le debe a la Argentina
varias asignaturas. Hay allí exceso de electoralismo, improvisación,
mitos, “teoría conspirativa”, imposturas de “épica” o de “gesta
fundacional”; y, en cambio, escasean dos sentidos: el bueno y el común.
El buen sentido es el ejercicio de la razón honesta; el sentido común
es el ámbito de lo sensible. Una buena combinación de ambos permite a
las personas identificar un problema, comprender su raíz profunda y, a
partir de ahí, razonar sobre la mejor forma de resolverlo.
Cuando la política los utiliza en el gobierno del Estado adquiere una
formidable capacidad para priorizar y resolver problemas públicos. La
confrontación con los problemas públicos, más que la búsqueda del Poder
por el Poder mismo, es el objetivo virtuoso de la política.
La Argentina
tiene, desde siempre, el problema del desarrollo. Consigue rachas de
crecimiento, pero no logra que esos episodios de aumento del producto
real se conviertan en un proceso duradero, sustentable y distributivo.
El abordaje político de problemas públicos, como lo es el desarrollo, requiere un aparato estatal “fuerte e inteligente”.
Un Estado puede tener, desde el punto de vista de su gasto, una alta
participación en el Producto Interior Bruto de un país y, aún así, ser
un “Estado ausente” si en los hechos no es capaz de:
Formular para sí y para la Nación
un plan estratégico que exprese los consensos básicos en torno de los
modos de organización interna y de vinculación con el mundo.
Cumplir bien sus funciones esenciales, como la administración de justicia y la seguridad.
Definir y aplicar una política de gastos e ingresos públicos que coadyuve a una redistribución progresiva de la renta nacional.
Proveer eficientemente bienes sociales, como lo sería un “medio ambiente” limpio.
Organizar y regular los mercados para favorecer una producción amplia,
diversificada y competitiva, y evitar la concentración económica.
Suministrar servicios de educación y salud de buena calidad.
Planificar su “poder de compra” para obtener economías de abastecimiento y para promover sectores y regiones.
Si el gasto público es de una magnitud considerable y, de todas formas,
no se aprecian resultados tangibles en los aspectos de gestión antes
mencionados, tendremos en ese caso un “Estado derrochón” y una mala
conducción de los asuntos públicos.
Quien escribe este texto no es alguien que reniegue permanentemente del
Estado o que sea un crítico atemporal de su presencia, cualquiera fuera
la extensión de ésta. Es alguien que ha sabido de épocas en las que el
Estado estaba menos preocupado por enviar señales que sean bien
interpretadas afuera y, en cambio, derramaba por el país obras de
infraestructura y concretaba una distribución progresista del ingreso;
un Estado que planificaba su acción, que se planteaba metas y objetivos,
que organizaba sus recursos. Los tiempos han cambiado. Ahora, esta
misma persona le reclama a la política el uso de los sentidos enunciados
al comienzo para que pueda ser capaz de ver y valorar la necesidad de
tener un “Estado de todos” y no un “Estado de partido”.
Fuente : Publicado en el auditor.info - http://elauditor.info/posts/show/22
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