Columnista
No es para nada difícil hallar personas que se encuentren completamente
de acuerdo con el otorgamiento de subsidios. Incluso no faltan, por
supuesto, economistas quienes los recomienden entusiastamente como
políticas de "promoción" o de "estimulo" para diversos sectores. Pero
en la mayoría de los casos, hay situaciones en que los gobiernos
adoptan la transferencia de subsidios en vista de consecuencias
económicas que encuentran su origen en previas políticas económicas
estatales. Tal es lo que sucede cuando se fijan precios y, en
particular, cuando el precio político se impone por el lado de la
oferta, lo que se conoce como precio máximo, cuyo efecto inmediato es reducir la rentabilidad del productor o comerciante:
"El
Estado puede intentar solucionar la dificultad apelando a los
subsidios. Reconoce, por ejemplo, que cuando mantiene el precio de la
leche o la mantequilla por debajo del nivel del mercado o del nivel
relativo en que fija otros precios, puede producirse una escasez por
defecto de los inferiores salarios o márgenes de beneficios en la
producción de leche o mantequilla, comparados con otras mercancías. Por
consiguiente, el Estado trata de desvirtuar los efectos pagando un
subsidio a los productores de leche y mantequilla."[1]
El objeto del gobierno al conferir un subsidio a la
producción es –precisamente- "evitar" la escasez del producto en
cuestión, estimulando la elaboración o comercialización del mismo, que
había sido previamente desincentivada debido a la imposición del precio
político por debajo del precio de mercado. Se trata de incitar
artificialmente a los oferentes que habían retraído su elaboración ante
la señal falseada transmitida por el precio máximo. Pero, como señala
Hazlitt:
"Prescindiendo
de las dificultades administrativas que todo ello implica y suponiendo
que el subsidio sea suficiente para asegurar la producción relativa
deseada de leche y mantequilla, es notorio que si bien el subsidio es
pagado a los productores, los realmente subvencionados son los
consumidores. Porque los productores, en definitiva, no reciben por su
leche y mantequilla más de lo que obtendrían si se les permitiese
aplicar un precio libre a tales productos, pero en cambio, los
consumidores los obtienen a un precio muy por debajo al del mercado
libre. Están, pues siendo subvencionados en la diferencia, es decir, en
el importe del subsidio pagado aparentemente a los productores."[2]
En
otras palabras, se logra -en primera instancia- un efecto contrario al
que gobierno deseaba al conferir el subsidio, porque -como enseña
Hazlitt- éste, en rigor, en lugar de estimular la oferta incentiva aún
más la demanda, pero sólo hasta un cierto punto:
"Ahora
bien, a menos que el artículo así subvencionado se halle también
racionado, serán quienes dispongan de mayor poder adquisitivo los que
podrán adquirirlo en mayor cantidad. Ello significa que tales personas
están siendo más subvencionadas que los económicamente más débiles.
Quién subvenciona a los consumidores dependerá de la forma en que se
articule el régimen fiscal. Ahora bien, resulta que cada persona, en su
papel de contribuyente, se subvenciona a sí misma en su papel de
consumidor. Y resulta un poco difícil determinar con precisión en este
laberinto quién subvenciona a quién. Lo que se olvida es que alguien
paga los subsidios y que no se ha descubierto aún el método para que la
comunidad obtenga algo a cambio de nada."[3]
Lo
que implica que la demanda tampoco crecerá en la misma proporción que
la cantidad subsidiada, sino que lo hará en cuantía menor. La alusión
de Hazlitt al régimen fiscal es sumamente clara, y es -en suma-
exactamente igual a la que resumió Milton Friedman en su célebre frase
por la cual "No hay tal cosa como un almuerzo gratis". Los subsidios
son pagados por todos,
en tanto todos somos a la vez contribuyentes y consumidores. Lo que
"resulta un poco difícil determinar con precisión en este laberinto"
-como nos explica Hazlitt- es quién subsidia más a quién y quién lo
hace menos, lo que dependerá la estructura fiscal que impere en el país
o zona en cuestión, y de cómo varíe esa estructura de imposición. Pero
también resultará de la personal perspectiva que asuma cada uno de
nosotros ante la situación.
Y así lo resume Hazlitt con la brillantez que lo caracteriza:
"Cada
uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple personalidad
económica. Somos productores, contribuyentes y consumidores. La
política que propugne dependerá de la postura particular que se adopte
en cada momento. Porque cada cual es unas veces el Dr. Jekyll y otras
Mr. Hyde. Como productor desea la inflación (pensando principalmente en
sus propios servicios o productos), como consumidor desea la limitación
de los precios (pensando principalmente en lo que ha de pagar por los
productos ajenos). Como consumidor puede abogar por los subsidios o
aceptarlos de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que
pagarlos."[4]
La
realidad, en definitiva, es que los subsidios nos perjudican a todos
aunque, en diferentes momentos y direcciones, beneficien a algunos a
costa de otros, desembocan -más tarde o más temprano- en un juego de suma cero,
en el cual nadie gana nada. Y, como hemos observado, tienen un efecto
perverso sobre los incentivos, porque distorsionan tanto la oferta como
la demanda al conservar todas las secuelas nefastas de los precios
controlados.
Indica Norberg en un meduloso estudio suyo que:
"En promedio, una vaca en la Unión Europea recibe más en subsidios
diariamente, que lo que 3.000 millones de personas en los países en
desarrollo tienen para subsistir. Pero un fin a los subsidios y al
proteccionismo no es un acto de generosidad; es un acto de racionalidad
ya que nosotros mismos perdemos con estas políticas, y únicamente se
beneficia un pequeño grupo de presión. Las barreras y subsidios a la
agricultura y horticultura de los países de la OCDE cuestan casi $1.000
millones al día."[5]
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