jueves, 21 de mayo de 2015

Anarquía en acción: orden espontáneo

Resultado de imagen para la importancia del  ordenPor James Corbett
Rápido. ¿Qué te viene a la cabeza cuando piensas en la palabra “orden”?
Si eres como la mayoría de gente, se te ocurrirá algo como “ley y orden”, un viejo adagio que connota justicia y seguridad en una sociedad bien regulada. Esto no debería sorprender a nadie; el dicho “ley y orden” es invocado como lema o promesa electoral por multitud de políticos en numerosos países de todo el mundo cada día. Además, estas palabras se han grabado en los cerebros de los telespectadores estadounidenses expuestos al drama legal del mismo nombre durante los últimos 25 años.
Unos cuantos individuos mejor informados pensarán en el “Nuevo Orden Mundial”, una idea política popularizada por el ahora infame discurso del 11 de septiembre (de 1990) de George H.W. Bush pero que tiene una colorida historia política que se remonta a la era diplomática Wilsoniana que siguió a la Primera Guerra Mundial y al libro que H.G. Wells publicó en 1940 con el mismo nombre.
Algunos quizá incluso hagan la conexión con la expresión latina Ordo Ab Chao (orden a partir del caos) que es un lema del Grado 33 del Rito Escocés de la Masonería. No es ningún accidente que “orden a partir del caos” sea una descripción perfecta del terrorismo de falsa bandera, así como de otros métodos de manipulación de la opinión pública: crear una situación caótica que dé pie a la implementación de un “orden” prediseñado.
Pero tanto si hablamos de “ley y orden”, de “Nuevo Orden Mundial” o de “orden a partir del caos”, estamos en última instancia hablando de lo mismo: de un “orden” basado en una visión jerárquica de la sociedad donde unos pocos legisladores regulan, proscriben, manipulan, inhiben y controlan las acciones de las masas.
Pero ¿y si te dijera que existe una concepción totalmente diferente del orden social que no sólo no se basa en la jerarquía sino que específicamente la refuta? Pues sí, existe y se llama “orden espontáneo”. En pocas palabras, en lugar de concebir la sociedad como una pirámide ordenada por normas y reglamentos dictados por una élite en la cumbre y aplicados sobre las masas por una clase ejecutora, la teoría del orden espontáneo postula que la sociedad funciona mejor como una red descentralizada de individuos libres que participan en interacciones voluntarias.
El concepto de “orden espontáneo” ha existido por lo menos desde que el filósofo chino del siglo IV a.C. Zhuangzi escribió que “El buen orden surge espontáneamente cuando las cosas se dejan en paz”. La idea fue desarrollada en el siglo XVIII por los pensadores de la Ilustración escocesa y en el siglo XIX por pensadores como Frédéric Bastiat. Sin embargo, no fue hasta el siglo XX que la teoría fue bautizada, codificada y popularizada por el filósofo y economista austriaco F.A. Hayek. En una (bastante larga) frase de (bastante inescrutable) jerga académica, Hayek describió la idea de orden espontáneo de este modo:
“El concepto central del liberalismo es que bajo la aplicación de normas universales de conducta justa, protegiendo un reconocible dominio privado de los individuos, las actividades humanas darán lugar a un orden espontáneo de una complejidad mucho mayor que la que nunca podría ser producida por arreglo deliberado y que, en consecuencia, las actividades coercitivas del gobierno deben limitarse a la aplicación de tales normas, cualesquiera otros servicios el gobierno pueda simultáneamente proporcionar mediante la administración de esos particulares recursos puestos a su disposición para esos fines.”
En términos más sencillos, la observación de Hayek es a la vez simple y profunda: el orden social que surge de las elecciones libres de personas que defienden sus propios intereses será más estable y más complejo que lo que podría llegar a ser ningún sistema organizado racionalmente.
Para ver por qué esto es así, pasemos al brillante ensayo de 1958 de Leonard Read, “Yo, Lápiz”, en el que un común lápiz narra el proceso sorprendentemente complejo de su ensamblaje y manufactura a partir de sus ingredientes constitutivos:
“Yo, el Lápiz, aunque parezco simple, merezco tu asombro y admiración, cosa que trataré de demostrar. En realidad, si puedes entenderme—no, eso es más de lo que puede pedírsele a nadie—si puedes darte cuenta del milagro que simbolizo, entonces podrás ayudar a salvar la libertad que la humanidad tan infelizmente está perdiendo. Tengo una profunda lección que enseñar. Y puedo enseñar esa lección mejor de lo que pueden hacerlo un automóvil o un avión o un lavaplatos automático porque—bueno, porque soy aparentemente tan simple.”
La idea central del ensayo es que, pese a la aparente sencillez del lápiz, “ni una sola persona sobre la faz de la tierra sabe cómo hacerme“.
¿Por qué? Porque la creación de un lápiz no es un proceso de una o dos etapas de montaje en una fábrica sino un esfuerzo global que incluye la tala de cedro en Oregón, la extracción de grafito en Ceilán, la recolección de arcilla en el Mississippi, de piedra pómez en Italia, de aceite de colza en las Indias Orientales Holandesas y docenas de otros ingredientes. Cada uno de estos ingredientes debe ser preparado a su manera. Los troncos de cedro son transportados cientos de millas para ser cortados, secados en horno, teñidos, encerados y nuevamente secados. La arcilla del Mississippi es refinada con hidróxido de amonio, mezclada con grafito y sebo sulfonado y horneada a 1800 grados Fahrenheit antes de ser tratada con una mezcla caliente de parafina, grasas naturales hidrogenadas y cera de candelilla de México. El aceite de colza se hace reaccionar con cloruro de azufre y se lo mezcla con varios agentes adhesivos, vulcanizantes y aceleradores.
Con todo lo confusa que resulta ya esta (parcial) lista, ésta apenas da una idea de todo lo que realmente está involucrado en la coordinación del ensamblaje de estos ingredientes. Piensa en todas las personas involucradas en la minería y el transporte del grafito para el núcleo del lápiz. No sólo están los mineros en Ceilán sino también aquellos que hacen sus herramientas, los que hacen los sacos en los que se transporta el grafito, los que hacen la cuerda para atar los sacos, los que cargan los sacos en barcos, los que construyen los barcos, el capitán y la tripulación de los mismos, los trabajadores portuarios y fareros que guían el envío a su destino y los que lo transportan a la fábrica, por no mencionar a todos aquellos que suministran a estos trabajadores comida, ropa y otras necesidades. Y eso es sólo el grafito.
Así pues resulta fascinante contemplar cuán increíblemente compleja es en realidad la producción de un simple y pequeño lápiz. Sin duda nadie podría pormenorizar y mantenerse informado de toda esta actividad, ni mucho menos dirigirla toda. Y sin embargo todo ello sucede. El “simple” lápiz que tienes en el escritorio es prueba de ello.
La lección del ensayo de Read es que, por contraintuitivo que parezca, la ejecución de operaciones extremadamente complejas no sólo no requiere ninguna autoridad organizadora sino que no la permite.
A pesar de su interés, esta idea parece hasta ahora bastante limitada al campo económico (y académico). Sí, cierto, la producción de bienes de consumo a partir de sus materias primas puede ser un proceso muy complejo. Y sí, de acuerdo, nadie puede coordinar todos y cada uno de los trabajadores en cada una de las etapas del proceso. Pero, ¿qué tiene esto que ver con la ordenación del conjunto de la sociedad? Puede que no necesitemos a nadie para dirigir la fabricación de lápices, pero ¿acaso no hace falta regular las actividades complejas y a menudo peligrosas en las que participamos como sociedad?
Bueno, consideremos otro ejemplo de nuestra vida diaria. Las estadísticas muestran que conducir un coche es una de las actividades más peligrosas que llevamos a cabo a diario. Poca gente podría contemplar la idea de eliminar semáforos, límites de velocidad, demarcaciones de carriles y otras normas básicas de circulación. ¿Acaso no son estas normas de circulación las que facilitan el tráfico y evitan accidentes?
Sorprendentemente, la eliminación de restricciones de tráfico no sólo ha sido puesta a prueba en múltiples ocasiones en ciudades de todo el mundo, sino que una y otra vez se ha comprobado que quitar dichas restricciones descongestiona el tráfico, evita accidentes y aumenta la satisfacción de conductores y peatones. ¿Cómo es esto posible?
Como señalé en un vídeo reciente en mi sitio web, el concepto de “orden espontáneo” ha sido demostrado repetidamente en las calles de varias ciudades repartidas por todo el mundo. El ejemplo que destaqué en ese vídeo–el de Portishead en el Reino Unido, cuyo experimento de eliminar los semáforos de un cruce clave tuvo tanto éxito que decidieron hacerlo permanente–es sólo uno de muchos ejemplos de una ideología de diseño viario conocida como “Espacio Compartido“.
Basándose en los principios del orden espontáneo, los defensores del Espacio Compartido, tales como el fallecido diseñador de tráfico holandés Hans Monderman, postulan que hacer las calles más “arriesgadas” en realidad las hace más seguras. En lugar de que todo el mundo tenga que negociar con las impersonales e inflexibles normas de circulación (señales, semáforos y líneas), las calles que carecen de tales regulaciones hacen que las personas tengan que negociar directamente con las otras personas que las rodean. El conductor, en lugar de ver a los demás usuarios de la vía como meros obstáculos a superar, se ve ahora obligado a interactuar con dichos usuarios persona a persona. Con todo lo descabellada que parece, esta idea se ha implementado en varias ciudades europeas, desde Ipswitch en Inglaterra a Ejby en Dinamarca a Ostende en Bélgica y Makkinga en Holanda, y el resultado ha sido un descenso dramático de accidentes. Parece que los conductores, cuando se les deja negociar con otros por espacio en vías no reguladas, se comportan como adultos y de esas negociaciones emerge un cierto tipo de orden.
Pero ¿y los “casos difíciles”? Una cosa es hablar de orden en las carreteras y otra del orden en una sociedad donde hay robos, asaltos, violaciones y asesinatos a diario. ¿Hay alguna manera de lidiar con estos problemas distinta a la actual? ¿Podemos reemplazar legislaturas, tribunales y “autoridades” policiales por un sistema de justicia descentralizado y no jerárquico? Y si es así, ¿cómo funcionaría ese sistema?
Una vez más esto nos parece un problema sólo porque hemos sido condicionados a creer que el sistema actual de leyes, tribunales y policía es la única forma de justicia imaginable. Este sistema gira en torno a la idea de que la “ley” es lo que sea que escriben y votan los legisladores, dictaminan los jueces o atestiguan los policías. Y se asume que enjaular a los delincuentes por períodos prescritos de tiempo o hacerles pagar dinero al estado son los únicos modos concebibles de hacer justicia.
Opuesta a esto está la idea de un sistema de justicia restaurativa en el que las víctimas y sus comunidades entran en diálogo para decidir la mejor manera de tratar con los delincuentes. ¿Qué pasa si la víctima de un robo (y la comunidad entera) tienen más que ganar confrontando y dialogando con el agresor que encerrándolo en una celda por x número de años?
Nuevamente, aunque parezca contraintuitivo, se ha demostrado que los procesos de justicia restaurativa dejan más satisfechas a las víctimas (con menos estrés postraumático y menos sed de venganza contra sus agresores) y hacen menos probable la reincidencia de los delincuentes que los juicios tradicionales. La justicia restaurativa se ha utilizado con gran éxito por todo el mundo, desde los violentos barrios bajos del Brasil urbano (donde el asesinato es la principal causa de muerte para los menores de 25 años) a programas de rehabilitación de prisioneros hawaianos a escuelas inglesas problemáticas.
Desde la economía a las calles al sistema de justicia, es posible imaginar una sociedad en la que los planificadores centrales y los glorificados “legisladores” no son necesarios para mantener el “orden”. Esto no implica que podamos pasar de una sociedad altamente centralizada a una completamente descentralizada de la noche a la mañana. Todas nuestras vidas se nos ha condicionado para interactuar con el prójimo según las leyes, normas y procedimientos de nuestra sociedad altamente centralizada. Hará falta mucha desprogramación para que redescubramos cómo interactuar entre nosotros como seres humanos. Pero se puede hacer.
En efecto, estamos al borde de una transición desde una sociedad juvenil en la que “mamá gobierno” y “papá policía” dictan todas nuestras interacciones a una sociedad adulta que descubre que puede gobernarse y ordenarse a sí misma. No será un proceso fácil ni utópico. Siempre habrá quien infrinja las leyes y perturbe el orden social. Pero debemos entender que la idea de que la solución a esos problemas consiste en ceder nuestro poder a gobiernos centralizados es exactamente lo que nos ha llevado al borde del colapso económico y social. A veces la mejor manera de gobernar es no gobernar en absoluto.
Lo divertido del tema es que la humanidad descubrió todo esto hace miles de años. Sólo hay que leer el Capítulo 57 del Tao Te Ching del famoso filósofo chino Lao-Tse:
No controles a la gente con leyes,
Ni con violencia ni espionaje,
Conquístalos con tu inacción.
Pues:
Cuantas más restricciones y tabúes existen,
Tanto más la crueldad aflige a las personas;
Cuantas más armas afiladas existen,
Tantas más facciones dividen a la gente;
Cuanto más oportunistas son los hombres,
Tantas más cosas nefastas ocurren;
Cuantas más leyes e impuestos existen,
Tantos más ladrones y bandidos aparecen;
No intervengas, y las personas se cuidan unas a otras;
No hagas leyes, y las personas se tratan justamente unas a otras;
No poseas intereses, y las personas cooperan entre sí;
No desees nada, y las personas se armonizan entre sí.
Fuente: http://www.miseshispano.org/2015/05/anarquia-en-accion-orden-espontaneo/

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