Por José Benegas (*)
La década del 90 terminó con dos grandes crisis. Una de carácter
económico institucional y la otra moral. La primera protagonizada por el
estado manejando la moneda e inundando el mercado de dólares como
endeudamiento para sostener el gasto público, la segunda desatada por el
estatismo reivindicativo representado por la izquierda nacionalista.
Fue el estatismo el que impuso su explicación del 2001 y es el estatismo
el que trajo esta crisis de la Argentina progre. Se estableció como
dogma que lo que estaba mal era lo que estaba bien y viceversa. No fue
lo que criticaron sino lo que aplaudieron lo que generó el cataclismo
del 2001.
Por un lado en los 90 el estado se quitó todo el lastre de las
empresas públicas y por el otro el gasto público combinado con
convertibilidad sobre el dólar, generó crecimiento de los precios de los
bienes no transables y el deterioro del valor de las exportaciones, lo
que terminó en una gran recesión[1]. Las exportaciones fueron reemplazadas por el ingreso de dólares como deuda pública dirigido hacia el gasto estatal.
Esa inconsistencia no podía sino terminar como terminó, pero eso no
formaba parte del discurso crítico de aquella década salvo para una
pequeña minoría. El resto pensaba que en primer lugar Menem era malo. El
pecado era la primera explicación y se manifestaba de distintas formas:
en las denuncias corrupción de la “entrega del patrimonio nacional”, en
la presencia de los de la UCEDE que habían contaminado al puritano
peronismo, en las “privatizaciones mal hechas” y en otras causas en
general morales.
Solo para aclarar, privatizar es sinónimo de liberar, de quitar la
intervención de la autoridad, de permitir al sector sin poder actuar en
una determinada área. La “privatización mal hecha” es un sinsentido
conceptual. En todo caso una privatización puede ser insuficiente,
parcial, pero el problema no es la parte privatizada sino la no
privatizada. En muchos casos aquellas privatizaciones fueron si
insuficientes, temerosas o rodeadas de tantas regulaciones que no se
pudieron apreciar tanto sus beneficios, pero el cambio en los servicios
fue impresionante en muy poco tiempo. Si se podría haber avanzado más es
una cuestión contra fáctica inútil de analizar, lo que estaba claro al
fin de ese período era que había que avanzar más pero se eligió
retroceder.
Uno de las mayores errores que se cometieron en las privatizaciones
fueron los organismos de control diseñados para tranquilizar los
espíritus de los que se ponen a llorar si no ven un comisario cerca. En
el mercado el control lo hace el consumidor si se le permite ser único e
inapelable árbitro. Pero al contrario parte importante de la crítica a
las “privatizaciones mal hechas” era la “falta de controles”. Los
problemas en los servicios no eran por falta de vigilancia de
burócratas, sino por la parcialidad de las privatizaciones, es decir,
por la subsistencia de controles. Los organismos controladores famosos
cuya omnipresencia pedían los que reclamaban “calidad institucional”
(concepto hueco como pocos), no solo no servían para nada sino que
terminaban siendo una forma de justificación de las empresas monopólicas
ante sus incumplimientos, mientras la gente no podía cambiar de
proveedor, que es el único control necesario.
Sin embargo la gran falta moral de aquella época no tenía nada que
ver con coimas sino que era aquella en la que los críticos estaban más
de acuerdo, esto es, el gasto público. Por eso la Alianza encaró el
problema intentando aumentar la recaudación fiscal y así fue como De la
Rúa derrapó definitivamente, sin Cavallo primero, con Cavallo después.
En paralelo crearon lo que llamó Chacho Alvarez el “circo” para
entretener con cazas de brujas a la gente a la que habían enardecido. La
persecución del mal es el expediente perfecto de todo mediocre
desorientado. Y si hubo un ejemplo perfecto de mediocridad y
desorientación en nuestra historia, ese fue Chacho Alvarez.
En materia de privatizaciones lo que hizo de la Rúa fue eliminar para
siempre toda posibilidad de desregulación del sector telefónico, que
era automática a partir del año 2000. La Alianza hizo eterno el
monopolio con el que se había pagado a las empresas el hacerse cargo de
los empleados de ENTel.
La segunda contrarreforma, por llamarla de alguna forma, fue
protagonizada por un señor muy enojado en lo personal con Menem que fue
Eduardo Duhalde que había fundido a su provincia y puesto al banco
oficial en situación de quebranto como uno de los causantes de la crisis
bancaria del 2001. Duhalde aliado con Alfonsín que había fundido al
país en los 80 quería terminar con la convertibilidad, pero para desatar
el gasto público. Contó con mucha ayuda del diario Clarín, de los
cruzados de la moralidad que explicaban que el deterioro de las finanzas
públicas se debía a “operaciones de lavado de dinero” (Carrió, Cristina
Kirchner, Ocaña, etc.) y que sirvieron para desviar la atención.
La tercera versión de antinoventismo vino con el kirchnerismo, otro
invento de Duhalde para enterrar de manera definitiva toda posibilidad
de la Argentina de ser normal. Con el kirchnerismo ocurrió la
reivindicación definitiva del estado, la glorificación del comisario del
pueblo y la demonización del sector privado en el sentido más fascista
posible y se instaló la corrupción pero no ya como una cuestión marginal
sino como sistema político. Oligarquía y poder, manejo de lo público
como privado se hicieron tan normales que en este momento asistimos al
traspaso al señor Tinelli del fútbol estatizado como si perteneciera a
la señora Kirchner. El estatismo por el estatismo mismo fue ayudado por
un cambio tal en las condiciones del comercio exterior que hasta de la
Rúa podría haber sido convertido en genio y por el piso en el que había
quedado la economía Argentina después del 2001. Sin embargo con tanta
irracionalidad no desafiada nunca por una oposición que acompañó
acobardada la construcción de una dictadura sin uniforme, la fiesta se
acabó otra vez.
Sería triste que no se entendiera cuál es el “modelo” que colapsa
ante nuestros ojos y en eso por desgracia la influencia del Papa con su
visión antimodernista en este momento es nefasta. Los noventa terminaron
en una gran crisis, pero los motivos eran los opuestos a los que
esgrimió la izquierda nacionalista autoritaria. Era el estado y su
gasto, el endeudamiento público, las regulaciones remanentes del sector
servicios, la hegemonía del gobierno nacional y la incompatibilidad de
todo eso con la convertibilidad. No era la maldad, ni la falta de
izquierdismo, ni mucho menos ningún “capitalismo salvaje” porque el
sistema de “estado de bienestar” nunca se tocó y fue gran parte del
problema. Había un obstáculo serio pero estaba mal lo que se pensó en
estos diez años que estaba bien y estaba bien lo que en estos diez años
se supuso que estaba mal. Por desgracia todos hicieron seguidismo de la
locura oscurantista de la época de estatismo más idiota que se pueda
recordar, incluida por supuesto la prensa que ahora está inventando que
hubo un kirchnerismo bueno como el relato que los dejaría a salvo de su
complicidad.
La Argentina necesita volver al punto de partida y tomar el otro camino. El que descartó por el pánico del 2001.
Tal vez haría falta empezar esta historia por el desastre ocurrido
durante la década del 80 en el populismo alfonsinista, pero sería muy
largo. Alcanza con decir que el rumbo tomado por Menem fue inevitable
con todo sus tropiezos por la experiencia que lo precedió. No se trató
de una comprensión profunda de 60 años de estatismo con alta inflación,
por lo tanto esperar una gran coherencia en el cambio era una verdadera
tontería.
Ahora si, después de haber ensayado todas las formas posibles y no
posibles de estatismo suicida para reaccionar contra aquella década es
hora de dejar de probar con la misma receta.
-----------------
[1] Ver La convertibilidad argentina Juan Carlos Cachanosky. http://www.biblioteca.cees.org.gt/topicos/web/topic-847.html
(*) José Benegas es abogado, periodista, consultor político -
http://josebenegas.com
PUBLICADO CON LA AUTORIZACION DE SU AUTOR
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