Depuraciones y confirmaciones
Por Luis Tonelli- Debate
La aspiración a la pureza, las rupturas del sentido común y un límite a las elucubraciones afiebradas.
Uno se imagina que un simposio de especialistas reunidos para responder a la pregunta ¿El cristinismo es kirchnerismo? puede estar animado por sesudas y acaloradas disputas sin llegar jamás sus participantes a ponerse de acuerdo. Mucho menos cuando hoy la diferenciación entre kirchnerismo y cristinismo es utilizada solemnemente por la oposición analítica para rescatar melancólicamente los años Néstor Kirchner -en los que parece ahora que estaba todo bien, aunque en ese momento ellos dijeran que estaba todo mal-, y así denostar hoy al gobierno de Cristina Fernández por hacer, supuestamente, lo que Él nunca hubiera hecho.
Pero dado que uno puede encontrar con algo de imaginación las diferencias significativas que desee, cosa que así lo permite lo variopinto de los fenómenos políticos en su incomensurabilidad, aquí en cambio se va a afirmar una continuidad en una característica muy particular del kirchnerismo como fenómeno político: su aspiración a la pureza, lo que se manifiesta, obvio, en una mecánica depuradora.
Una pureza que puede ser entendida como ideológica, programática, tribal, o de origen. Como sea. Pero pureza que reclama naturalmente exclusividad. Pureza que excluye. Que marca límites profundos entre lo Mismo y lo Otro. Y, que en el marcado de esos límites, siempre se realiza conflictivamente. O sea, públicamente. Como signatura política propia.
Ya consignamos en esta columna algo que alguna vez se le escuchó, en tiempos de Kirchner, a un pingüino de paladar negro, justo a propósito de una de esas purgas: “Nosotros somos así. Cuando ganamos nos sacamos de encima a los superfluos. Cuando perdemos, nos sacamos de encima a los traidores”.Y lo que queda, entonces, es un núcleo cada vez más denso, concentrado. El kirchnerismo, como todo lo contrario al Big Bang de la creación del mundo. El kirchnerismo, como una reversión mítica a la pureza. Como la Gran Reversión.
El kirchnerismo, en su aceleración no convoca al Otro. Sino que cada día lo define en forma cada vez más amplia. Si hasta La Cámpora pareciera más un ejercicio de exclusión que uno de apertura del juego. Como si el kirchnerismo replicara la metodología de reclutamiento de Abimael Guzmán en Sendero Luminoso, que para evitar ser infiltrado, incorporaba solamente niños como reclutas.
Lo cual no deja de ir contra el sentido común de la política argentina. Siempre que hubo un fenómeno político exitoso, éste trató de expandirse, no de contraerse. Algo que recuerda, aunque muy lejanamente, a la lógica de los presidentes estadounidenses que tienen sus fieles funcionarios, pero que no buscan una expansión identitaria del resto de su fuerza política con ellos, sino mostrar su dominio y superioridad desde la West Wing -como hicieron los Neo-Cons en épocas de George W. Bush. Cosa entendible en estas épocas de democracia mediática, en los que un presidente, al ser el gran interpelador de la opinión pública, se coloca en el centro del sistema político.
Algo que, sin embargo, en el caso del kirchnerismo no deja de ser una rareza extrema porque -aparte de lo mediático- se presenta exitosamente como la renovación de un proyecto nacional-popular-progresista (NPP) que, en sus anteriores experiencias (aun apelando a la lógica movimientista para contener a las más diversas procedencias políticas, y aun profesando la infalibilidad del Líder), siempre tuvieron a la comunidad organizada como meta societaria que empezaba por manifestarse en la constitución de la propia fuerza política.
Y también hay una diferencia, mucho más elemental, pero estridente con el sistema estadounidense: allí los presidentes salientes, a lo sumo, aspiran a pasarse su retiro como presidentes de su propia Fundación -que, obviamente, lleva su nombre- y a dar conferencias muy bien pagas por todo el mundo. Aquí, los presidentes han pretendido quedarse una temporada más en la Casa Rosada, reformando la Constitución. O digitar a su sucesor (pese a que la mayoría de las veces se le volviera en contra, como ya le pasó en el primer recambio constitucional a Justo José de Urquiza con Santiago Derqui, y todos sabemos cómo terminó la historia). O al menos, evitar que su enemigo interno se hiciera cargo de la sucesión (como le pasó a Eduardo Duhalde con el presidente en ese momento saliente).
Veremos en cuáles de esas categorías se ubica la Presidenta. O bien, si innova e inventa otra. Ninguna de las posibilidades (reforma y re-re; encumbramiento de un sucesor o eliminación de su potencial sucesor) se encuentra en contradicción con la “aspiración kirchnerista a la pureza”. Sólo la vuelve más dramática, más explosiva. Como si ésta supliera, por sí misma, en su poderosa manifestación, el natural vacío que debería producir el interrogante de la sucesión.
Roberto Lavagna, Gustavo Béliz, Eduardo Duhalde, todos sufrieron su oportuna exclusión.
Depuración que, ahora, no sólo se da a nivel de personalidades, sino que, en su versión cristinista, va tanto dirigida a transformar su coalición de aliados. Y si no se puede promocionar a los propios, porque sencillamente no existen o no alcanzan, por lo menos la tarea consiste en sacarse de encima a los que, por alguna razón, hoy ya no merecen ser parte de lo Mismo.
Pero lo que es importante es que, esta vez, tiene aspiraciones de ser un cambio de esquema del poder. De uno que demandaba la emergencia de la emergencia (Kirchner), a otro que demanda la emergencia de lo Nuevo (CFK). Se ve, por ejemplo, en la eliminación de esa enorme caja sindical de la APE, que así no podrá ser aspirada por los que remplazan a Hugo Moyano en el sindicalismo oficialista.
Transformaciones que se encaran -y se realizan- cuando la economía, después de alcanzar su cenit, se ha desacelerado notablemente en su crecimiento (eso de que los cambios hay que hacerlos en épocas de bonanza es otra convención que el kirchnerismo se ha propuesto demostrar en su falsedad) y cuya manifestación crítica ya se vuelve evidente en muchas provincias.
Por el momento, la Presidenta ha neutralizado la amenaza de que tome fuerza la oposición que intenta siempre crecer dentro del mismo peronismo (y es amplificada por los conocidos de siempre) y que, dada la anemia de la oposición no peronista, prometía instaurar a esa fuerza política como el sistema político en sí misma. Cosa que puede ser discutible en términos de su contribución a la calidad de la democracia argentina, pero que sin dudas podía ser letal para su gobernabilidad actual. Se sabe muy bien: el peronismo admite sólo un centro gravitatorio y, a veces, en su puja por generar uno, se ha atomizado en varios corpúsculos, escenario a futuro que no descarta ilusionándose la oposición no peronista, que ha empezado sorprendentemente a dar algunos modestos signos de tonicidad muscular.
En medio de la espiral conflictiva, tanto la vanguardia K como los analistas críticos, yendo mucho más allá de lo prudente, anunciaron a un nuevo candidato a la depuración: el mismísimo gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, a la sazón ex vicepresidente de Néstor Kirchner. Depuración que quedaba demostrada en virtud de las dificultades del erario bonaerense para hacerse cargo del pago en tiempo y forma del medio aguinaldo invernal.
Como siempre, fue la Presidenta en persona quien se encargó de poner en perspectiva las elucubraciones afiebradas, al anunciar por cadena nacional una nueva instancia de ayuda a la provincia de Buenos Aires
Ha quedado claro que el kirchnerismo -en su fase cristinista- más allá del dejar hacer a ciertas iniciativas periféricas, no aparece hoy inclinándose por ninguna de las tres vías señaladas para administrar una sucesión, especialmente porque se trata de un tema que no le conviene de ninguna manera comenzar a discutir hoy.
Cuestión que no tendría que extrañar a nadie: pese a toda la excitación política, faltan tres largos años y meses -y que pasen muchísimas cosas- para que se realicen las próximas elecciones presidenciales.
Pero dado que uno puede encontrar con algo de imaginación las diferencias significativas que desee, cosa que así lo permite lo variopinto de los fenómenos políticos en su incomensurabilidad, aquí en cambio se va a afirmar una continuidad en una característica muy particular del kirchnerismo como fenómeno político: su aspiración a la pureza, lo que se manifiesta, obvio, en una mecánica depuradora.
Una pureza que puede ser entendida como ideológica, programática, tribal, o de origen. Como sea. Pero pureza que reclama naturalmente exclusividad. Pureza que excluye. Que marca límites profundos entre lo Mismo y lo Otro. Y, que en el marcado de esos límites, siempre se realiza conflictivamente. O sea, públicamente. Como signatura política propia.
Ya consignamos en esta columna algo que alguna vez se le escuchó, en tiempos de Kirchner, a un pingüino de paladar negro, justo a propósito de una de esas purgas: “Nosotros somos así. Cuando ganamos nos sacamos de encima a los superfluos. Cuando perdemos, nos sacamos de encima a los traidores”.Y lo que queda, entonces, es un núcleo cada vez más denso, concentrado. El kirchnerismo, como todo lo contrario al Big Bang de la creación del mundo. El kirchnerismo, como una reversión mítica a la pureza. Como la Gran Reversión.
El kirchnerismo, en su aceleración no convoca al Otro. Sino que cada día lo define en forma cada vez más amplia. Si hasta La Cámpora pareciera más un ejercicio de exclusión que uno de apertura del juego. Como si el kirchnerismo replicara la metodología de reclutamiento de Abimael Guzmán en Sendero Luminoso, que para evitar ser infiltrado, incorporaba solamente niños como reclutas.
Lo cual no deja de ir contra el sentido común de la política argentina. Siempre que hubo un fenómeno político exitoso, éste trató de expandirse, no de contraerse. Algo que recuerda, aunque muy lejanamente, a la lógica de los presidentes estadounidenses que tienen sus fieles funcionarios, pero que no buscan una expansión identitaria del resto de su fuerza política con ellos, sino mostrar su dominio y superioridad desde la West Wing -como hicieron los Neo-Cons en épocas de George W. Bush. Cosa entendible en estas épocas de democracia mediática, en los que un presidente, al ser el gran interpelador de la opinión pública, se coloca en el centro del sistema político.
Algo que, sin embargo, en el caso del kirchnerismo no deja de ser una rareza extrema porque -aparte de lo mediático- se presenta exitosamente como la renovación de un proyecto nacional-popular-progresista (NPP) que, en sus anteriores experiencias (aun apelando a la lógica movimientista para contener a las más diversas procedencias políticas, y aun profesando la infalibilidad del Líder), siempre tuvieron a la comunidad organizada como meta societaria que empezaba por manifestarse en la constitución de la propia fuerza política.
Y también hay una diferencia, mucho más elemental, pero estridente con el sistema estadounidense: allí los presidentes salientes, a lo sumo, aspiran a pasarse su retiro como presidentes de su propia Fundación -que, obviamente, lleva su nombre- y a dar conferencias muy bien pagas por todo el mundo. Aquí, los presidentes han pretendido quedarse una temporada más en la Casa Rosada, reformando la Constitución. O digitar a su sucesor (pese a que la mayoría de las veces se le volviera en contra, como ya le pasó en el primer recambio constitucional a Justo José de Urquiza con Santiago Derqui, y todos sabemos cómo terminó la historia). O al menos, evitar que su enemigo interno se hiciera cargo de la sucesión (como le pasó a Eduardo Duhalde con el presidente en ese momento saliente).
Veremos en cuáles de esas categorías se ubica la Presidenta. O bien, si innova e inventa otra. Ninguna de las posibilidades (reforma y re-re; encumbramiento de un sucesor o eliminación de su potencial sucesor) se encuentra en contradicción con la “aspiración kirchnerista a la pureza”. Sólo la vuelve más dramática, más explosiva. Como si ésta supliera, por sí misma, en su poderosa manifestación, el natural vacío que debería producir el interrogante de la sucesión.
Roberto Lavagna, Gustavo Béliz, Eduardo Duhalde, todos sufrieron su oportuna exclusión.
Depuración que, ahora, no sólo se da a nivel de personalidades, sino que, en su versión cristinista, va tanto dirigida a transformar su coalición de aliados. Y si no se puede promocionar a los propios, porque sencillamente no existen o no alcanzan, por lo menos la tarea consiste en sacarse de encima a los que, por alguna razón, hoy ya no merecen ser parte de lo Mismo.
Pero lo que es importante es que, esta vez, tiene aspiraciones de ser un cambio de esquema del poder. De uno que demandaba la emergencia de la emergencia (Kirchner), a otro que demanda la emergencia de lo Nuevo (CFK). Se ve, por ejemplo, en la eliminación de esa enorme caja sindical de la APE, que así no podrá ser aspirada por los que remplazan a Hugo Moyano en el sindicalismo oficialista.
Transformaciones que se encaran -y se realizan- cuando la economía, después de alcanzar su cenit, se ha desacelerado notablemente en su crecimiento (eso de que los cambios hay que hacerlos en épocas de bonanza es otra convención que el kirchnerismo se ha propuesto demostrar en su falsedad) y cuya manifestación crítica ya se vuelve evidente en muchas provincias.
Por el momento, la Presidenta ha neutralizado la amenaza de que tome fuerza la oposición que intenta siempre crecer dentro del mismo peronismo (y es amplificada por los conocidos de siempre) y que, dada la anemia de la oposición no peronista, prometía instaurar a esa fuerza política como el sistema político en sí misma. Cosa que puede ser discutible en términos de su contribución a la calidad de la democracia argentina, pero que sin dudas podía ser letal para su gobernabilidad actual. Se sabe muy bien: el peronismo admite sólo un centro gravitatorio y, a veces, en su puja por generar uno, se ha atomizado en varios corpúsculos, escenario a futuro que no descarta ilusionándose la oposición no peronista, que ha empezado sorprendentemente a dar algunos modestos signos de tonicidad muscular.
En medio de la espiral conflictiva, tanto la vanguardia K como los analistas críticos, yendo mucho más allá de lo prudente, anunciaron a un nuevo candidato a la depuración: el mismísimo gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, a la sazón ex vicepresidente de Néstor Kirchner. Depuración que quedaba demostrada en virtud de las dificultades del erario bonaerense para hacerse cargo del pago en tiempo y forma del medio aguinaldo invernal.
Como siempre, fue la Presidenta en persona quien se encargó de poner en perspectiva las elucubraciones afiebradas, al anunciar por cadena nacional una nueva instancia de ayuda a la provincia de Buenos Aires
Ha quedado claro que el kirchnerismo -en su fase cristinista- más allá del dejar hacer a ciertas iniciativas periféricas, no aparece hoy inclinándose por ninguna de las tres vías señaladas para administrar una sucesión, especialmente porque se trata de un tema que no le conviene de ninguna manera comenzar a discutir hoy.
Cuestión que no tendría que extrañar a nadie: pese a toda la excitación política, faltan tres largos años y meses -y que pasen muchísimas cosas- para que se realicen las próximas elecciones presidenciales.
FUENTE:Publicado en http://www.revistadebate.com.ar
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