Por Dante Augusto Palma
En las últimas dos semanas algunos editorialistas de renombre han escrito columnas cuyas afirmaciones tienen un denominador común. A continuación reproduciré los pasajes más emblemáticos de tales desarrollos para luego exponer mi hipótesis. Comenzaré por un fragmento de la nota de Carlos Pagni en La Nación el 1/7/12: “El foco de la política se posó sobre un factor que gravita cada vez más en la escena oficial: la emotividad de la Presidenta. En el discurso (…) apareció una Cristina Kirchner salida de su eje. Con argumentos incorrectos, desbordada, comunicó decisiones gravísimas mientras intentaba reprimir el llanto y disimular la ira. Si en Angola fue llamativa por lo eufórica, esta vez sorprendió por lo ansiosa y depresiva. (…) ¿Qué secuelas ha dejado el déficit hormonal?”.
El mismo día aunque en el diario Clarín, Eduardo van der Kooy afirmaba: “Claro que al kichnerismo no hay que pretender entenderlo sólo desde la política. La psiquiatría es también una buena fuente de orientación”.
Por si esto no alcanzara, también el 1 de julio, Jorge Fontevecchia, director de la Editorial Perfil, indicaba en la columna del diario homónimo: “Argentina fue muchas veces un país políticamente enloquecido. Lo es ahora porque todo el poder está concentrado en una sola persona, viuda (…) Pero (…) Cristina aporta sus propias acciones con una verborragia cada vez más extendida y una gestualidad facial crecientemente llamativa. La lucha contra los años crea rictus artificiales pero la Presidenta tiene algunas expresiones que no parecen surgir de la superficie del cuerpo, sino reflejar cuestiones más hondas del orden de las creencias y los deseos. (…) La extracción de su tiroides agrega argumentos a quienes quieren ver que ‘algo pasó’ con la capacidad de entendimiento de la Presidenta, sumado a quienes ya desde antes les resultaba verosímil que padeciera tendencias bipolares”.
Por último, también en Perfil, una semana después, Pepe Eliaschev se hacía las siguientes preguntas: “¿Será cierto que Cristina está mal medicada y reacciona desde arranques puramente emocionales? La Presidenta cumplirá 60 años dentro de un semestre, pero otras mujeres que ocupan posiciones de enorme trascendencia en todo el mundo, ¿comparten acaso esos mismos rasgos?”.
Considero que estos cuatro pasajes seleccionados alcanzan para poder identificar el elemento que atraviesa los argumentos que están detrás de estas plumas. Lo llamaré “andropolítica”. Este término acrónimo surge de la conjunción de “política” con el vocablo griego “andrós” (varón) y lo que intenta señalar son los presupuestos misóginos que se encuentran detrás de los párrafos seleccionados. Entiéndase bien lo que quiero decir: hay decenas de razones a las que se puede recurrir para criticar la conducción de Cristina Fernández pero las elegidas por estos editorialistas reproducen groseramente los prejuicios más básicos del imaginario social patriarcal sobre el cual se ha constituido Occidente.
En otras palabras, ya desde los griegos, la distinción entre lo público y lo privado supuso también una distinción de espacios y atribuciones de género. Así, lo público, esto es, los asuntos de la polis, la administración, y la sanción y discusión de las leyes, siempre fueron asunto exclusivo de los ciudadanos, que no eran otros que los varones adultos libres. Para las mujeres estaba destinado el ámbito de lo privado, es decir, el cuidado de la casa y la crianza de los niños.
Como bien indica Ana María Fernández en su libro La mujer de la ilusión, esta división de espacios denotaba una separación entre gobernantes y gobernados y las mujeres pertenecían a este segundo grupo junto a los esclavos y a los niños. Este conjunto, entonces, incluía a todos esos individuos que por distintas razones se los consideraba “incompletos” y en tanto tales no aptos para formar parte de los asuntos públicos. Esta idea de “falta” que tan bien trabajó el psicoanálisis, se apoya, a su vez, en una construcción simbólica legitimadora amparada en la supuesta objetividad de las características de los sexos. Así, Occidente se estructuró a partir de una concepción binaria que puede remitirse a Platón. Se trata de dividir lo existente en dicotomías cuyos brazos no tienen el mismo valor sino que suponen una jerarquía. Pondré algunos ejemplos. Lo opuesto de la razón son los sentimientos tanto como lo opuesto de la inteligencia es la intuición; asimismo, a la palabra se le puede contraponer la emoción del mismo modo que lo otro del poder podría ser el afecto y la contracara de la producción es el consumo. Para finalizar los últimos pares de opuestos podrían ser lo activo como lo otro de lo pasivo y la eficacia como lo otro de la donación o solidaridad. Me quiero detener, entonces, aquí, porque si se examina con atención se notará que Occidente ha entendido que el primero de los términos de cada uno de los opuestos es superior y ha construido el ideal de masculinidad a partir de estos, dejando a lo femenino el lugar rezagado e inferior que es representado por los términos que aparecen en segundo lugar. Así, los varones son presentados como seres dotados de razón, inteligencia, con capacidad de diálogo y de ejercer el poder, productores, activos y eficaces. Las mujeres, por su parte, serían sentimentales, intuitivas, emotivas, afectivas, consumidoras, pasivas y solidarias. Estas últimas características tienen valor de la puerta de la casa hacia adentro pero son mal vistas como guía de los asuntos públicos. De aquí que en una buena cantidad de casos (especialmente el de las primeras damas en la actualidad), a las mujeres que acceden a la política se las circunscriba a tareas solidarias pues el aspecto caritativo del Estado patriarcal sería el único en el que la mujer podría desarrollar sus aptitudes.
Sin dudas, desde los griegos hasta hoy, las cosas han cambiado bastante en muchos sentidos pero en otros no tanto. En todo caso, se tuvo que esperar hasta mediados del siglo XX para que la mujer pudiera dejar de ser vista como un ser tutelado pero esa liberación todavía le depara pesadas cargas porque ahora la sociedad patriarcal le exige el doble: por un lado, que trabaje a la par que el varón pero, por otro lado, que siga haciéndose cargo de las responsabilidades del hogar. En el ámbito de la política, la Argentina es de los pocos países del mundo donde los órganos representativos están ocupados bastante equilibradamente por varones y mujeres, algo que fue impulsado muy fuertemente por la Ley de Cupo femenino. No sucede lo mismo con la corporación sindical, eclesiástica o militar, e incluso, ni siquiera sucede lo mismo en las empresas pues las estadísticas muestran que a igual trabajo los varones cobran más que las mujeres.
Hecho este breve resumen parece claro que la aparición de Cristina Fernández resulta conmocionante no sólo por la novedad de una primera mandataria mujer sino por la complejidad de su personalidad. Me refiero a que la Presidenta mezcla cualidades (presuntamente) masculinas como la capacidad oratoria, el ejercicio del poder, la racionalidad del estadista, con elementos (presuntamente) femeninos que aparecen en la emotividad de discursos que, especialmente después de la muerte de su marido, están al borde del llanto e incluyen comentarios del ámbito privado. Además, a diferencia de otras mujeres que a lo largo del mundo también tienen grandes responsabilidades como ser Christine Lagarde, Angela Merkel o Dilma Rousseff, Cristina Fernández no oculta cierta “coquetería femenina” expuesta en su maquillaje, su ropa y su pelo, algo completamente ausente en el aspecto masculinizado de las antes mencionadas. Quizás allí aparece cierta “tensión” porque la directora del FMI, la primera ministra alemana o la presidenta de Brasil han tenido que “adquirir” las cualidades masculinas para poder cumplir ese rol público. En otras palabras, han tenido que renunciar a su faz femenina para que la sociedad las acepte como responsables de los asuntos públicos. El caso de nuestra Presidenta es distinto pues los registros de lo “propiamente” femenino y lo “propiamente” masculino se mezclan todo el tiempo. Mucho más que los de la propia Evita pues entre esta y Perón los espacios estaban claramente distinguidos y su rol no era el de ejercer la racionalidad sino el de exaltar el afecto, la intuición y la emoción. Así, en el Estado peronista se reproducía la dicotomía público/privado, marido/mujer, que reinaba en la casa de Perón. Con Cristina, en cambio, acaban concentrándose los dos elementos en su persona, pero lo más interesante es que aparece la posibilidad de un liderazgo que no tiene por qué renunciar a su “carácter femenino”. Esto, a priori, no es ni mejor ni peor salvo, claro está, para aquellos que al igual que hace 2.500 años, consideran que ser mujer responde a un dato objetivo y a una esencia inmutable que acabaría siendo invalidante para el ejercicio de la máxima responsabilidad al frente de un Estado.
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