Veintitres
Por DANTE AUGUSTO PALMA
Como viene sucediendo desde hace ya varios años y con ritmo espasmódico, la problemática de la inseguridad ha reaparecido en los últimos días como eje de los debates públicos a partir de una serie de casos que han conmocionado a la sociedad. Cada vez que esto sucede, la discusión suele entrar en una zona muerta en la que los opositores, sean políticos o referentes mediáticos, acusan al Gobierno de no tener un plan contra el delito y de poseer una ideología garantista que insólitamente es presentada como “pro-delincuencia”. Por otra parte, desde los sectores cercanos al Gobierno se afirma que especialmente los medios de comunicación son culpables de generar un clima de pánico y efervescencia social que es funcional a las “soluciones” de derecha vinculadas a las políticas de “mano dura”.
Este esquema quizá tiene aspectos particulares por la propia historia de nuestro país y por las disputas políticas actuales. En otras palabras, el genocidio perpetrado por la última dictadura militar hizo que la problemática de la inseguridad estuviese vinculada a la violencia institucional en manos de la policía, los militares y los civiles, en una complementación que apuntaba a la eliminación física y a atentar contra la propiedad privada de las víctimas. Incluso en democracia las nunca del todo depuradas fuerzas policiales siguen sumando casos de “gatillo fácil” que generalmente son invisibilizados por los principales medios de comunicación.
Sin embargo, por otro lado, agudizados por la desigualdad de las políticas neoliberales, el negocio de la droga y la propia fisonomía de los grandes centros urbanos, las últimas décadas han sido testigo, en general, del crecimiento de hechos delictivos que, en boca de damnificados de clase alta y con ideologías reaccionarias, lleva a falsas contraposiciones por las cuales se alega que el Gobierno estaría más preocupado por “derechos humanos del pasado” que por los “derechos humanos del presente”. No obstante quizá sea esta matriz vinculada a la propia historia de nuestro país la que hace que varios sectores progresistas observen con cierto desdén los reclamos por mayor seguridad considerando que se trata de una agenda de “la derecha” o de los “pequeños burgueses asustados”. Con todo, bien cabe mencionar que este es un bosquejo demasiado general e injusto con todos los matices e incluso con algunos de los cambios que se produjeron desde el Gobierno en materia de seguridad, no sólo creando un ministerio sino poniendo al frente del mismo a una funcionaria de tradición progresista como Nilda Garré.
Pero quisiera, entonces, retomar la aparente dicotomía inicial entre algo así como la “inseguridad real” y la “sensación de inseguridad”.
Para ello me serviré sólo de algunos elementos que me resultaron de interés en un libro publicado por el sociólogo argentino Gabriel Kessler en 2009 titulado El sentimiento de inseguridad.
Algo que muchas veces se pasa por alto y que Kessler encara rápidamente es la relación que hay entre la problemática de la inseguridad y las emociones. Más específicamente, cuando un homicidio o un robo violento toman estado público parece natural que nos invada entremezcladamente una gran cantidad de emociones como el miedo, la indefensión, la impotencia o la bronca. Se trata de emociones abruptas y espontáneas que, con el tiempo, ceden. Sin embargo, el hecho de que esto que llamamos “inseguridad” se transforme no tanto en una reacción acotada a una situación particular sino en algo duradero vinculado a un determinado objeto transforma a una emoción en un “sentimiento”. En otras palabras, la problemática de la inseguridad registrada en sucesivas encuestas muestra que las sensaciones que rodean a esta se mantienen entre las principales preocupaciones de los argentinos y no se agotan en una reacción puntual y limitada vinculada a ser damnificados directos o indirectos de algún tipo de atentado contra la propiedad.
Ahora bien, decir que la inseguridad es un sentimiento puede ser interpretado como una subestimación del problema pues toda la tradición filosófica occidental ha establecido una jerarquía por la cual los sentimientos, emociones y pasiones están vinculadas a la irracionalidad y, por lo tanto, no son las vías adecuadas para tomar decisiones en el ámbito de lo público. Pero está claro que esa no es la intención de Kessler ni la mía. Más bien se trata de mostrar cómo este elemento está presente y si puede aportar algo al debate. En este sentido, retomo lo que en particular me interesa y es la investigación de Jean Delumeau en El miedo en Occidente cuando desarrolla, tomando el lapso de mediados del siglo XIV hasta el 1800, el lugar central que el miedo ha tenido en nuestra cultura. Lo interesante que aparece allí es el desarrollo filológico que muestra cómo las diversas lenguas europeas e incluso el español antiguo, en general, han establecido una distinción entre algo así como una mal llamada “inseguridad objetiva” relacionada con los hechos reales y concretos, y una “inseguridad subjetiva” entendida como un sentimiento que no necesariamente es la consecuencia natural de la primera.
Pondré un ejemplo. Según un estudio del BID publicado hace apenas unos años, las ciudades de Guatemala y San Salvador tienen una tasa de homicidios veinte veces mayor que las de Buenos Aires o Santiago de Chile (entre 103 y 95 cada 100.000 habitantes en las primeras contra apenas 5 en las segundas). Ese es el dato que denominaríamos “inseguridad objetiva”. Sin embargo, el mismo estudio muestra que la “inseguridad subjetiva”, esto es, la sensación de inseguridad que tiene la gente es más o menos similar en las cuatro ciudades. Así, ante la pregunta “¿Usted se siente inseguro?”, el 50% de los habitantes de San Salvador y el 61% de los residentes en la ciudad de Guatemala respondieron que sí, casi a la par del 53% de Santiago de Chile y superados por el 66% de la ciudad de Buenos Aires.
Lo que estos números muestran es, entonces, que no existe necesariamente relación directa ni causal entre la inseguridad objetiva y la inseguridad subjetiva y gracias a estos datos es posible concluir que nuestra sensación de inseguridad no tiene estricta correlación con las posibilidades reales de ser víctima de algún hecho delictivo.
¿Esto quiere decir que no hay delitos ni muertos y que estos son un invento de una prensa destituyente? Claro que no. Los delitos y los homicidios en ocasión de robo existen y seguramente todos hemos sido testigos directos o indirectos de algún hecho de estas características. Aun cuando estemos infinitamente mejor que buena parte de las principales ciudades del mundo y Latinoamérica, sería deseable que ni un solo caso sucediera porque la estadística no puede ser nunca consuelo de los familiares de la víctima. Pero por otro lado ¿que estos hechos no sean inventados exime de responsabilidad a los medios de comunicación? Claramente no, porque los principales responsables de esa diferencia fenomenal entre la posibilidad real de ser víctima de un delito y el sentimiento subjetivo de indefensión rayano en el pánico que nos rodea cada vez que salimos a la calle, no son otros que los medios que obsesivamente repiten una y otra vez aquellos asesinatos o robos que más conmocionan a la opinión pública. Es allí donde la utilización amarillista de la muerte televisada y los programas hechos con cámaras de seguridad espectacularizando el atraco, deben detenerse, por un momento, a reflexionar qué tipo de comportamientos sociales están provocando y qué se espera de una ciudadanía atravesada por un desproporcionado sentimiento de inseguridad.
FUENTE:Publicado en www.http://veintitres.infonews.com
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