PIERPAOLO BARBIERI - El Pais
En una lluviosa Buenos Aires, el trovador madrileño Ismael Serrano se disponía a cantar sobre las consecuencias sociales de la crisis europea cuando revivió un epíteto inmortal de la historia ibérica. En su España, el gran Salvador de Madariaga relataba la historia de un peón que, venciendo al miedo del autoritarismo, resistió las presiones del señorito del pueblo para que votase por su partido: “En mi hambre mando yo”.
La historia toma otro significado en la Argentina de hoy. Mientras el oficialismo alienta una reforma constitucional para perpetuar a Cristina Fernández de Kirchner más allá de su segundo mandato, la frase de Madariaga representa lo que bien podrían decir las víctimas de las mentiras y el clientelismo, irónicamente construido sobre los pilares propagandísticos de la inclusión social y el desarrollo equitativo.
Los Kirchner encontraron en 2003 un país desolado por la crisis político-económica que culminó en un histórico default. Implementaron políticas inteligentes: alentaron un peso débil para acumular reservas y aumentar la producción local, estrategia influenciada por los tigres asiáticos pos-1997. Una economía argentina inclinada a la producción primaria se reactivó, ayudada por el boom de las materias primas, dando lugar a una bienvenida bajada del desempleo y la indigencia.
Pero los Kirchner renunciaron a todas las reformas ahora demonizadas en conjunto como “neoliberalismo”, tanto lo bueno como lo malo. No solo se denunció la corrupción de las privatizaciones y el ajuste sin fin, sino también las reformas estructurales que tanto habían mejorado las perspectivas de inversión y la independencia de organismos como el Banco Central y el INDEC, el ente estadístico.
Muchos creyeron que la llegada de Cristina al poder moderaría el modelo. Pero ocurrió lo contrario: habiendo atomizado a la oposición, los Kirchner radicalizaron el modelo en busca de más fondos para perpetuar su poder.
Desde 2007, las cifras de inflación del INDEC no coinciden con la realidad. El Gobierno puede presentar los números que guste para minimizar sus pagos vinculados a la subida de los precios, pero la mentira estadística tiene consecuencias reales: son los que el Gobierno dice defender los que más las sufren. Se ha llegado a perseguir legalmente a quienes cuestionaron las cifras y a amenazar con retirar planes sociales. Pero fuera de Argentina las cifras causan gracia, e incluso las presentaciones internacionales del Banco Central usan estadísticas que implícitamente admiten la inflación real.
En noviembre se impusieron anacrónicos controles cambiarios y de importación. El proteccionismo no logra esconder que la inflación ha destruido la competitividad, pero sí daña las relaciones con socios vitales como España y Brasil. Los múltiples tipos de cambio tienen el mismo efecto en las dictaduras y las democracias: benefician a los amigos del poder, para quienes el dólar cuesta un 30% más barato. Ahora también se pretende forzar tasas de interés para la banca privada.
Las falsedades alimentan al autoritarismo, pero el rey está desnudo. Mientras Perú y Colombia reforman sus Estados para integrarse en el mundo, en Argentina la “revitalización del Estado” llevó a la nacionalización de Aerolíneas y la de los fondos de pensiones en 2008, a la destrucción de la autarquía monetaria en 2010 y finalmente a la expropiación de YPF.
No es solo la relación con la madre patria la que sufre: con más burócratas que expertos en aviación, Aerolíneas pierde hoy más fondos (públicos) que antes. Muchos aviones ni siquiera vuelan. Sin seguridad jurídica, concepto odiado por el Gobierno, YPF se encuentra cada vez más lejos de la inversión necesaria para desarrollar su gran potencial.
Mientras tanto, la Seguridad Social ahora provee fondos a tasas tan negativas que garantizan las pérdidas para futuros pensionistas, así como netbooks para estudiantes con propaganda kirchnerista. ¿Por qué no subir las pensiones para que los abuelos sean libres de comprar a sus nietos los portátiles que deseen?
Toda radicalización —de derecha o izquierda— conlleva un cambio ideológico. Su arquitecto intelectual en Argentina es Axel Kicillof, un neomarxista devenido en omnipresente viceministro de Economía. Kicillof eleva a la importancia de la historia económica un área históricamente postergada y consecuentemente hace apología de la heterodoxia de John Maynard Keynes en el turbulento periodo de entreguerras, particularmente de su Teoría General. El problema es que se detiene en 1936. Kicillof ignora así la estanflación —la alta inflación con apagado crecimiento— que desprestigió completamente en los años setenta a los autores que parece haber leído. Hoy el fenómeno es tangible en Argentina.
Existen límites para estimulación de demanda keynesiana. Y la estabilidad de precios no es simplemente una obsesión psicópata de instituciones como el Bundesbank: las hiperinflaciones del siglo XX —desde Weimar hasta Yugoslavia— nos recuerdan que los más pobres terminan siendo sus víctimas más ultrajadas. Parafraseando a Keynes, la “eutanasia de las rentas” incluye a quienes reciben beneficios sociales y a pensionistas.
Los ricos se protegen y el Gobierno se beneficia del “impuesto inflacionario”. Pero el hambre aumenta y la corrupción exacerba la inequidad. ¿Son estas actitudes de un Gobierno nacional y popular? Los colegas de Kicillof, ahora en posiciones de liderazgo en las empresas nacionalizadas, no sufren; más bien usufructúan.
Como en todo autoritarismo, el crítico se convierte en traidor: quien osaba cuestionar el cómo de la expropiación de YPF es “reaccionario” o “cipayo”. Pero el error central de Kicillof es aquel que Friedrich Hayek y Janos Kornai supieron sintetizar en su devastadora crítica a la burocracia soviética: incluso el dictador más benevolente no puede anticipar todas las decisiones de una economía. Y ni hablar del dictador clientelista.
Deshacerse de los controles sería más productivo, así como cambiar la dirección para acercarse a necesarios socios internacionales; el aislamiento no es sostenible. La libertad es más eficiente —y justa— que el estatalismo.
Este proceso ha dañado otras áreas donde los Kirchner han sabido implementar políticas acertadas. En términos de derechos humanos, su Gobierno reactivó juicios contra un proceso militar genocida y reivindicó la heroica labor de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, quienes arriesgaron la vida por una verdad desgarradora.
Aislados desde la UE hasta Japón, las misiones argentinas de negocios ahora se dirigen a Angola, donde la familia Dos Santos reina sin control desde hace tres décadas y la oposición insiste en que hay “desaparecidos”. En el interior argentino, ataques contra pueblos originarios tienen el apoyo implícito del Gobierno que dice defenderlos. Más triste aún es ver la politización de las Madres, quienes emprendieron la construcción de viviendas bajo los Kirchner, actividad que culminó con su líder acusada de malversación de fondos para viajes al Caribe.
En los años noventa, Cristina era ejemplo del tipo de oposición interna del peronismo en el Congreso que es esencial para la democracia. Pero como presidente su conducta es distinta. El debate privado hoy en Argentina se centra en cómo evadir los controles del Gobierno y no en por qué son necesarios límites sobre lo que solía ser, hasta no hace tanto, libre.
Es hora de cambiar las preguntas. Se dice que la presidenta vendría a Harvard durante su próxima gira internacional. Quizá en ese foro educativo se pueda debatir abiertamente sobre los efectos de la inflación en la indigencia, la reelección indefinida o la usurpación de libertades que conlleva la acumulación inexorable de poder. O quizá allí responda por qué su Gobierno demoniza a quienes se animan a decir la verdad sobre la pobreza —si en su hambre mandan ellos.
Allí la esperamos. Argentina merece el debate: después de todo, el poder nunca es eterno.
Pierpaolo Barbieri es fellow del Belfer Center en la Escuela Kennedy de Harvard. FUENTE: Publicado en www.elpais.com
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