lunes, 6 de agosto de 2012

Un debate sin tutelas

Los académicos miran a los periodistas como a seres ignorantes. Y los periodistas, en general, creen que los universitarios son aburridos. Por Norma Morandini - La Voz

Los académicos miran a los periodistas como a seres ignorantes. Y los periodistas, en general, creen que los universitarios son aburridos, que no saben comunicar. Dos prejuicios que aprendí a reconocer desde que comencé a transitar las redacciones y alguien me sugirió: “No le digas a nadie que saliste de la Universidad”.
En la televisión, como periodista contrariaba a mis editores e invitaba a intelectuales. Pero siempre sufría porque, en general, “aburrían”. Es que hablaban para su capilla, sin preocuparse por lo que debiera ser la obligación de un intelectual: ser entendido; contribuir con su saber al debate público, que es finalmente donde en la sociedad de masas se escenifica el pacto verbal de la democracia.
Pero ¿cuál es la función del intelectual? ¿Qué es un intelectual? Tomo prestada la definición del sociólogo y filósofo alemán-británico Ralf Dahrendorf, autor de La libertad a prueba: los intelectuales frente a la tentación totalitaria , para quien los intelectuales son personas que operan con la palabra. Hablan, discuten, debaten, escriben y con sus palabras, sus ideas y sus opiniones influyen sobre la opinión pública.
Los científicos también escriben; sin embargo, carecen, en general, de esa proyección pública del intelectual que quiere que otros lo escuchen, lo lean, lo vean.
Puede tratarse de un comentarista, un ensayista o un periodista, aunque en las universidades nos nieguen la condición de intelectuales, ignoren nuestros libros y crean que somos todos chapuceros.
Un derecho. Yo misma me formé en una universidad que demonizaba a la “caja boba” y en la que hacíamos “lectura ideológica” desde el Pato Donald a Mirtha Legrand.
Estudiábamos para hacer el socialismo, no para ejercer el periodismo, al que se veía como una actividad burguesa.
Se desconocía, así, que en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se consagró la libertad del decir, tras el horror del nazismo que antepuso el poder a la libertad.
Había sobre el periodismo una idea “liberal”, ampliamente superada en las democracias sociales por un valor que la trasciende: la información 
como derecho, no como mercancía ni propaganda de gobierno.
Han pasado más de 60 años de esa utopía llamada derechos humanos y en nuestro país el legado autoritario se expresa en nuevos prejuicios.
Aun cuando la televisión sigue denostada en los claustros, ahora todos quieren estar, ser vistos; pero estamos lejos de haber encarnado como cultura cívica la libertad de expresión.
A la par, se confunde prensa con propaganda. Y perturba que muchos profesores que forman a futuros periodistas quieran reemplazar a los periodistas para decirle a la sociedad quién le miente o quién la redime. Como si la sociedad fuera, todavía, un niño de pecho al que hay que proteger o tutelar para enseñarle a pensar.
La cancelación del debate. Las dictaduras militares educadas en la lógica del mandar y el obedecer siempre los persiguieron porque, decían, “la duda es la jactancia de los intelectuales”.
Los grandes movimientos populares, en nombre de la patria, la igualdad o el socialismo, tampoco aceptaron muy bien a los que, por dudar mal, se alineaban según las órdenes del poder.
Una herencia cultural que sigue interpretando la verdad como una delación y cancela el debate, porque equipara la critica a una traición.
El siglo 20 está lleno de ejemplos de intelectuales seducidos por el nacional socialismo o el comunismo y en cuyo fin justificaron las atrocidades cometidas en los campos o en los gulags.
Pero muchos más fueron asesinados por resistir, expulsados al exilio por “dudar” del poder, alejados de sus universidades, condenados al ostracismo, cuyos nombres se convirtieron en sinónimos de esa resistencia.
Argentina no es una excepción. A 30 años de la recuperación de la democracia, ya debiéramos saber que la libertad depende de quien la ejercita, no de quien nos da permiso para hablar. Es un derecho absoluto, que admite sólo un límite: la responsabilidad. Todos tenemos ese derecho universal, sea que trabajemos con un torno o con la palabra.
Y para quienes hacemos de la palabra un instrumento de proyección social, la responsabilidad es con los otros, con la sociedad democrática que nos da sentido y fundamento; con la Constitución, que nos deja decir sin que nadie pueda censurar nuestras opiniones y, sobre todo, con la ciudadanía, a la que no debemos tutelar como niños para decirle cómo pensar, qué leer, a quién rezar o a quién votar. Para honrar ese gran privilegio que es hablar por los otros.
FUENTE: Publicado en www.lavoz.com.ar

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