lunes, 20 de mayo de 2013

Doblegarse para subsistir.
Por Alberto Medina Méndez
Se viven épocas de desmesurada confrontación discursiva, de acalorados debates, de excesivas pasiones políticas, pero es bueno entender que la salud de una sociedad depende de su capacidad para convivir con las diferencias. Es imposible construir algo sustentable sin consensos. Todo lo que se hace sin cierto acuerdo y apoyo es efímero, dura poco, y se pone en juego en cada turno electoral, o cambio circunstancial de las mayorías.
El debate se ha venido complicando más de lo necesario, y no solo entre los actores de la política, esos que la han elegido como profesión y el centro de sus vidas. Ellos desdramatizan el intercambio de ideas, porque solo les importa el resultado comicial, que les permite obtener poder, sostenerlo o acceder a él, y asumen que el resto son solo cuestiones anecdóticas.
Pero intranquiliza este clima, fundamentalmente, en la sociedad civil, en los habitantes que se crispan cada vez con mayor facilidad, sin aparente relación directa con la cuestión, pero con la razonable preocupación que cierta responsabilidad cívica e indignación ciudadana les provoca.
Pero, en realidad, existen razones profundas que explican mejor este fenómeno creciente. Por un lado están aquellos que alimentan el odio sistemáticamente. Es probable que hayan tenido poca suerte en sus vidas personales, o que fueran criados en un ámbito plagado de envidias, celos, y fundamentalmente, baja autoestima que termina derivando en un discurso con alto contenido de violencia verbal, modo en el que han encontrado la manera de canalizar sus frustraciones individuales. Los atraviesa el rencor, el resentimiento, y construyen desde esos sentimientos negativos una especie de ideología sin soporte argumental, pero repleta de bronca e ira.
Lo concreto y cada vez menos disimulable, es la presencia de un ingrediente central, un aspecto que ha pasado a ser el protagonista indiscutido de esta era. Es que un sector de la sociedad, lamentablemente cada vez más numeroso, discute con otros bajo un esquema de absoluta negación, de terquedad, obstinación, porfía, testarudez y escasa amplitud mental.
No los entusiasma, para nada la búsqueda de la verdad, mucho menos su descubrimiento, solo se conmueven con cuestiones meramente emotivas, carentes de racionalidad, pero que responden a una trama más profunda pero de mucha mayor indignidad.
Tal vez lo explique mucho mejor aquella frase que se le atribuye a Bernard Shaw cuando dice “No se puede discutir con una persona cuya subsistencia depende de no dejarse convencer.”
Es que hay gente que NECESITA no dejarse convencer. Precisa que ese mundo irreal construido sobre pilares falsos sobreviva en el tiempo, porque su propia supervivencia económica depende de la existencia de esa ilusión.
Esas personas viven del favor estatal, tienen puestos en la administración pública, son beneficiarios directos de la ficción creada, o son meros proveedores del sistema. La sola posibilidad de que la inercia actual del presente se interrumpa, los aterra, los paraliza.
Algunos tienen motivos más ostensibles, porque se vienen enriqueciendo a expensas del gobierno. Están ganando demasiado dinero con un insignificante esfuerzo y nada que modifique este presente los entusiasma.
Otros, solo tienen poca autoestima, y suponen que un eventual final de este ciclo político podría dejarlos sin posibilidades de mantener su estándar de vida, al que consideran aceptable.
Por esas razones, básicas pero robustas, defienden con uñas y dientes a esas personas e ideas, por eso se enojan, se crispan, se enfadan y enardecen frente a cada discusión. No les interesa ni la historia, ni el futuro, ni lo que puedan decir los analistas políticos, juristas o economistas.
Para ellos, aun no se han construido los argumentos que refuten la bondad de su presente individual. No les importa si se está claudicando en las convicciones, ni si el futuro puede oscurecer por lo que se está haciendo ahora, solo importa seguir, a cualquier precio, al que sea.
Y cuando se sienten acorralados, porque les falta argumentación, caen en la siguiente fase, la de la justificación, esa que sostiene que si estos funcionarios son corruptos, siempre existió la corrupción, o el opositor de turno también lo es. O bien apelan a la trillada estrategia de desacreditar al mensajero, de enojarse con los medios, lo que sea preciso, pero siempre con la claridad de que nada les impida seguir disfrutando de su presente.
Reconocer que quienes anteponen buenos argumentos tienen razón, sería aceptar que su fuente de financiamiento puede concluir esta etapa y ser reemplazada, en un marco republicano, por otra conducción. Ellos saben lo que implica un cambio de color político y las consecuencias para sus vidas.
Se podría ser indulgente diciendo que en realidad no saben lo que hacen, que se trata de personas con limitaciones intelectuales, pero lo cierto es que eso sería minimizar la situación. A estas alturas, todos saben muy bien cómo son las cosas. Lo que sucede, es que estas personas han descendido varios peldaños en sus convicciones, y abandonaron esos principios que defendieron antes con vehemencia, cuando los valores morales eran más importantes que el dinero al que tanto critican pero terminan endiosando.
Lo más grave es que lograron ponerlos de rodillas y hacerlos claudicar en sus creencias, los mercantilizaron, comprándolos “solo” con monedas. Han perdido las riendas de sus vidas y su escala de valores ha quedado pisoteada por ellos mismos. Prefirieron la comodidad de la ayuda económica estatal, a la propuesta de ganarse la vida con esfuerzo, pero con dignidad. Después de todo, tal vez sea buena idea considerarlos solo como lo que son, individuos que han preferido doblegarse para subsistir.
Alberto Medina Méndez
www.albertomedinamendez.com
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