El empresario no explota al trabajador
Juan Ramón Rallo
La propaganda socialista ha popularizado la idea de que el
capitalista explota el trabajador para arrebatarle una parte de su
salario. De acuerdo con semejante estampa, el obrero constituye un
elemento esencial del proceso de generación de riqueza al que se le
adosa un improductivo parásito que le impide retener la totalidad del
“fruto de su trabajo”. La realidad, sin embargo, es más bien la opuesta.
El trabajo por el trabajo, la simple aplicación de esfuerzo en
cualquier actividad, no genera en sí mismo riqueza. Si lo hiciera, los
centenares de miles de viviendas construidas en España durante la
burbuja o los aeropuertos vacíos e innecesarios paridos del trabajo
humano se erigirían como monumentos a la prosperidad universal. Pero no
lo hacen: al contrario, todos coincidimos en la magna dilapidación de
recursos que han supuesto. Digamos que el trabajo allí dedicado fue una
completa pérdida de tiempo: si los trabajadores que se ocuparon y
retuvieron en tan disparatados proyectos hubiesen sido empleados en
otras finalidades más útiles, toda la sociedad –empezando por los
propios trabajadores– se habría visto beneficiada por esta buena
dirección de los esfuerzos.
Que el trabajo sea en muchos casos una
condición necesaria para generar riqueza no lo convierte en una
condición suficiente. Es verdad que en un orden social extremadamente
simple y primitivo casi cualquier trabajo permitía generar riqueza: las
necesidades urgentes no satisfechas (alimentación, vestimenta, cobijo,
ornamentación…) eran tantas y los medios potenciales para lograrlas eran
tan poco variados (fuerza bruta) que, en efecto, lo único que se
requería era esfuerzo físico; la coordinación de ese trabajo, sin
carecer de importancia, apenas tenía un rol meramente técnico, de modo
que era fácil confundir el esfuerzo humano con una condición suficiente
para alumbrar bienestar.
Pero, por el contrario, en un orden
social altamente complejo, las necesidades no urgentes por ser
satisfechas y los medios disponibles para alcanzarlas son de tal
enormidad que la función de seleccionar dónde y cómo maximizar en cada
momento la creación de riqueza resulta de una importancia básica: no en
vano, invertir los recursos de un modo significa no poder invertirlos de
otro; es decir, seguir determinados cursos de acción bloquea la
posibilidad de seguir otros. He ahí, precisamente, la labor fundamental
que realiza el capitalista en su papel de promotor-empresario:
seleccionar, bajo su propia responsabilidad y riesgo, aquellos planes de
negocio que sí generan valor para los consumidores y a los que, una vez
confeccionados, se incorporarán los distintos trabajadores. De la misma
manera que para encontrar la salida de un extenso bosque es preferible
contar con un buen guía que esforzarse en dar vueltas circulares, a la
hora de coordinar a miles de millones de personas en generar riqueza
resulta esencial contar con buenos capitanes del navío que eviten que
naufrague ese proceso de coordinación social (la famosa “división del
trabajo”).
Es entonces, cuando ya conocemos el destino hacia el
que debemos dirigirnos –cuando el buen plan de negocios ha sido
confeccionado por algún habilidoso empresario–, cuando ese plan puede
comenzar a tomar forma contratando a los factores productivos necesarios
para implementarlo, entre ellos los trabajadores. Pero fijémonos que el
trabajador es sólo un relevante compañero de viaje una vez éste viaje
ya se ha iniciado. Si de alguna forma fuese posible prescindir del
trabajador (por ejemplo, robotizando su ocupación), el empresario
seguiría generando riqueza con su plan de negocios; en cambio, el obrero
sería incapaz de hacerlo prescindiendo del plan empresarial de negocios
(a menos que él ejerciera de empresario exitoso vía empleo autónomo o
cooperativas y confeccionara un plan de negocios tan bueno o mejor que
el de sus rivales).
Por consiguiente, es el empresario el que cede
al trabajador parte de la riqueza que su plan de negocios crea: lejos
de rapiñar la plusvalía del proletario, es el trabajador el que toma
parte de la plusvalía que le correspondería al empresario. Marx, por
consiguiente, entendió el proceso social del capitalismo justo al revés:
no se extraía el valor del proletario al capitalista sino, más bien,
del capitalista al proletario. Claro que, también a diferencia de la
propaganda marxista, en ningún caso puede decirse que todo ello suponga
una explotación del trabajador al empresario: las relaciones laborales
son acuerdos voluntarios donde ambas partes salen ganando y por tanto
donde no existe parasitismo y sí simbiosis.
En suma. el
capitalista proporciona la financiación, el empresario elabora el plan
de negocios, el trabajador lo ejecuta en colaboración con muchos otros
factores de producción y el consumidor disfruta de los masivos bienes
así producidos. Capitalismo de libre mercado, se llama.
Fuente: Publicado en VCLNews http://www.vlcnews.es
lunes, 13 de mayo de 2013
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