La opinión pública ya lo sabe, el kirchnerismo es el gobierno más corrupto de la historia Argentina. Alfredo Yabrán, socio presunto de Carlos Menem, era regenteador de un almacén al lado de Lázaro Báez, testaferro de Néstor Kirchner.
En todo gobierno cualquiera sea su signo, hay funcionarios honestos y otros deshonestos.
Es cierto que en los años 90`, varios funcionarios fueron cuestionados y acusados de “haberse quedado con algún vuelto”. Pero bajo el régimen actual, directamente para los funcionarios sospechados no hay bolsillo que contenga vuelto alguno sino que directamente pesan las toneladas de billetes y lingotes que se apropian en bolsones y valijas de rigor. En efecto, el pecado ya no consiste en tener alguna cuenta no declarada en el exterior, sino en construir bóvedas enormes usando sus propias mansiones o mausoleos como fachada y depósito personal de caudales.
Pero la diferencia entre los años 90` y el kirchnerismo no se reduce tan sólo a la cuantía de lo robado, sino a que existe una divergencia que torna más escandaloso el parangón: mientras el menemismo era farandulero o desfachatado y no hacía gala de escrupulosidad alguna, los ladrones actuales han gastado fortunas en edificar un aparato de propaganda para hablarnos sobre derechos humanos y catequizarnos en la sacrosanta ética progresista (y vaya si han progresado los defensores del relato!).
En síntesis, en los años 90` la corrupción era infinitamente menor a la actual.
¿A qué responde esta diferencia? ¿Acaso los votantes de antes eran más selectivos y exigentes que los actuales a la hora de elegir a sus representantes? Nada de eso, calificadas encuestas confirmaron que 3 de cada 4 ex votantes menemistas, ahora votaron por el matrimonio Kirchner entre el 2003 y el 2011. ¿Entonces entre los funcionarios del gobierno de Carlos Menem había menos inmorales que entre los asalariados del kirchnerismo? Creemos que tampoco esta es la cuestión. En efecto, de lo que aquí se trata es de que hay sistemas que potencian la corrupción y sistemas que la minimizan.
Por ejemplo, si en la época de Menem se llevaba a cabo una privatización, no descartamos el hecho de que en la licitación pertinente haya habido alguna “devolución de favores” de parte de la empresa adquirente para con la entidad o el funcionario otorgante, pero la enorme diferencia es que ese acto puntual de corrupción se moría allí, se agotaba en sí mismo. Ahora, al ser el Estado el que estatiza o se apropia de empresas privadas, a partir de entonces construye una estructura de nepotismo, amiguismo, tercerizaciones, contratistas asociados y toda una creación de dependencias signadas por la sobrefacturación permanente y el agigantamiento de la burocracia y con ella, de la corrupción. Es decir, la privatización puede traer aparejado un delito aislado y la estatización es la antesala de una multiplicidad de delitos continuados, agigantados y prolongados.
El sistema político que tiende a achicar el Estado, es pasible de hechos puntuales de corrupción, en cambio, el sistema político que propende a agrandarlo, tiende a instalar lo que se conoce como la corrupción estructural.
Esto es lo que explica porqué los funcionarios que fueron sospechados en los tiempos del menemismo quedan reducidos a la categoría de ladrones de mandarinas si los comparamos con los valijeros del kirchnerismo. Pero no porque estos sean peores moralmente que aquellos, sino porque las posibilidades de robar en un sistema o en otro son bien distintas: ¿no dice el antiguo refrán que “la ocasión hace al ladrón”?.
Lo ideal sería que todos los argentinos tuviésemos una reconversión moral en la cual a nadie se le ocurriese quedarse con un centavo que no le perteneciere. Ok, dejémosle esas nobles aspiraciones a Elisa Carrió y sus sermones siempre bienintencionados. Pero cuando hablamos de la realpolitik, es decir de lo que Alberdi llamaba “la República posible”, en la Argentina actual va de suyo que no es la moral social ni la de los funcionarios la que nos va a salvar de esta mega-corrupción hoy instalada y enquistada, sino un cambio de sistema político y económico que tienda a desinflar el Estado y con ello desratizar y oxigenar a la tan corroída y desacreditada administración pública y su consiguiente armazón institucional. Fuente: http://www.laprensapopular.com.ar
En todo gobierno cualquiera sea su signo, hay funcionarios honestos y otros deshonestos.
Es cierto que en los años 90`, varios funcionarios fueron cuestionados y acusados de “haberse quedado con algún vuelto”. Pero bajo el régimen actual, directamente para los funcionarios sospechados no hay bolsillo que contenga vuelto alguno sino que directamente pesan las toneladas de billetes y lingotes que se apropian en bolsones y valijas de rigor. En efecto, el pecado ya no consiste en tener alguna cuenta no declarada en el exterior, sino en construir bóvedas enormes usando sus propias mansiones o mausoleos como fachada y depósito personal de caudales.
Pero la diferencia entre los años 90` y el kirchnerismo no se reduce tan sólo a la cuantía de lo robado, sino a que existe una divergencia que torna más escandaloso el parangón: mientras el menemismo era farandulero o desfachatado y no hacía gala de escrupulosidad alguna, los ladrones actuales han gastado fortunas en edificar un aparato de propaganda para hablarnos sobre derechos humanos y catequizarnos en la sacrosanta ética progresista (y vaya si han progresado los defensores del relato!).
En síntesis, en los años 90` la corrupción era infinitamente menor a la actual.
¿A qué responde esta diferencia? ¿Acaso los votantes de antes eran más selectivos y exigentes que los actuales a la hora de elegir a sus representantes? Nada de eso, calificadas encuestas confirmaron que 3 de cada 4 ex votantes menemistas, ahora votaron por el matrimonio Kirchner entre el 2003 y el 2011. ¿Entonces entre los funcionarios del gobierno de Carlos Menem había menos inmorales que entre los asalariados del kirchnerismo? Creemos que tampoco esta es la cuestión. En efecto, de lo que aquí se trata es de que hay sistemas que potencian la corrupción y sistemas que la minimizan.
Por ejemplo, si en la época de Menem se llevaba a cabo una privatización, no descartamos el hecho de que en la licitación pertinente haya habido alguna “devolución de favores” de parte de la empresa adquirente para con la entidad o el funcionario otorgante, pero la enorme diferencia es que ese acto puntual de corrupción se moría allí, se agotaba en sí mismo. Ahora, al ser el Estado el que estatiza o se apropia de empresas privadas, a partir de entonces construye una estructura de nepotismo, amiguismo, tercerizaciones, contratistas asociados y toda una creación de dependencias signadas por la sobrefacturación permanente y el agigantamiento de la burocracia y con ella, de la corrupción. Es decir, la privatización puede traer aparejado un delito aislado y la estatización es la antesala de una multiplicidad de delitos continuados, agigantados y prolongados.
El sistema político que tiende a achicar el Estado, es pasible de hechos puntuales de corrupción, en cambio, el sistema político que propende a agrandarlo, tiende a instalar lo que se conoce como la corrupción estructural.
Esto es lo que explica porqué los funcionarios que fueron sospechados en los tiempos del menemismo quedan reducidos a la categoría de ladrones de mandarinas si los comparamos con los valijeros del kirchnerismo. Pero no porque estos sean peores moralmente que aquellos, sino porque las posibilidades de robar en un sistema o en otro son bien distintas: ¿no dice el antiguo refrán que “la ocasión hace al ladrón”?.
Lo ideal sería que todos los argentinos tuviésemos una reconversión moral en la cual a nadie se le ocurriese quedarse con un centavo que no le perteneciere. Ok, dejémosle esas nobles aspiraciones a Elisa Carrió y sus sermones siempre bienintencionados. Pero cuando hablamos de la realpolitik, es decir de lo que Alberdi llamaba “la República posible”, en la Argentina actual va de suyo que no es la moral social ni la de los funcionarios la que nos va a salvar de esta mega-corrupción hoy instalada y enquistada, sino un cambio de sistema político y económico que tienda a desinflar el Estado y con ello desratizar y oxigenar a la tan corroída y desacreditada administración pública y su consiguiente armazón institucional. Fuente: http://www.laprensapopular.com.ar
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