Los investigadores concuerdan en que la razón principal del salto a la prosperidad fue de orden institucional. No dependió de los recursos naturales, ni del nivel de conocimientos o la explotación de otros o la riqueza acumulada por las elites. Si así hubiese sido, ese salto se hubiese dado en China, India o el mundo islámico, pero no fue así. El cambio institucional más significativo tuvo que ver con la relación entre Estado y sociedad. En algunas partes de Europa el poder del soberano dejó de ser ilimitado y antojadizo para someterse a la legalidad y respetar a sus súbditos. Shakespeare lo reflejó muy bien en “El mercader de Venecia” (1600). La prosperidad veneciana dependía de la capacidad de atraer inversores y comerciantes que confiaban en que sus derechos serían respetados y la ley cumplida por todos, incluido el soberano.
Casi dos siglos después, en 1776, Adam Smith dio su respuesta clásica a la pregunta sobre “la causa de la riqueza de las naciones”: somos más ricos porque somos más libres y seremos aún más ricos si incrementamos nuestra libertad. A su juicio, la división del trabajo y la especialización son la clave del aumento de la productividad, pero el motor más poderoso del progreso es el interés propio, la búsqueda de mejorar la propia condición. Esta búsqueda ha existido siempre y condujo a mucha violencia y muy poco progreso mientras no fue encuadrada dentro de un marco de libertad para todos e intercambios voluntarios. Solo entonces nos vimos forzados a fomentar nuestro propio interés satisfaciendo a otros y no violentándolos.
Surge así un orden espontáneo, donde cada uno se especializa en servir a los demás para servirse a sí mismo. Y la eficiencia de este orden crece en la medida que ampliamos la esfera de los intercambios voluntarios. Es por ello que Smith afirma que “la división del trabajo se halla limitada por la extensión del mercado” y predica, a fin de ampliarlo, la libertad de comercio.
Más de medio siglo después encontramos a quien mejor y peor comprendió la esencia del orden de la libertad, Karl Marx. “El manifiesto comunista” (1848) es una descripción insuperada de la fuerza creativa de “la burguesía”, que “no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción”. Ello a causa del elemento distintivo del capitalismo (palabra que Marx no usaba) u “orden burgués”: la competencia económica como medio para enriquecerse.
Donde otras “clases dominantes” usaban la fuerza, la burguesía usa su capacidad de producir más eficientemente. Por ello, “la burguesía ha cumplido un papel altamente revolucionario en la historia”, multiplicando la riqueza pero, a juicio de Marx, acumulándola en cada vez menos manos. Este fue su gran error, que lo llevó a profetizar el pauperismo masivo y la inevitable revolución comunista.
A comienzos del siglo XX, el economista austríaco Joseph Schumpeter profundizó nuestra comprensión de la creación de la riqueza poniendo el foco en los emprendedores. Lo que valoriza la naturaleza, el trabajo y el capital es la capacidad de los emprendedores para encontrarles usos socialmente provechosos bajo formas cada vez más eficientes. Para ello experimentan e innovan, es decir, asumen directamente la tarea de, como dijo Marx, “revolucionar incesantemente los instrumentos de producción”. Con ello se generan esas olas de avance tecnológico y “destrucción creativa” que agitan al capitalismo moderno, poniéndole un precio al progreso que no siempre comprendemos o estamos dispuestos a pagar.
En décadas recientes, Douglass North y otros historiadores económicos han estudiando más en detalle las instituciones del progreso: Estado de Derecho, libertad civil y económica, propiedad privada, respeto a los contratos, limitación del poder. Para Nathan Rosenberg, gran estudioso de la historia de la tecnología, la superioridad decisiva del orden de la libertad reside en maximizar, al darnos a todos un espacio de soberanía individual, la cantidad de experimentos que se realizan en la sociedad. Con ello se potencia la capacidad de cambio y adaptación a nuevas condiciones, lo que es decisivo para la sostenibilidad del progreso. Al mismo tiempo, la descentralización propia de la libertad hace que el costo de cada experimento fracasado sea limitado. Por el contrario, los órdenes centralizados tienden a reducir la cantidad de experimentos pero maximizan el costo social de cada fracaso.
Por último, Daron Acemoglu y James Robinson hicieron en su obra “¿Por qué fracasan las naciones?” (2012) una importante contribución al destacar un aspecto central de las instituciones que generan progreso: su capacidad de incluir a la gran mayoría de la población en el proceso de desarrollo. Así, podemos completar el aporte de Adam Smith diciendo que la profundidad del mercado y, por ello, el dinamismo del capitalismo, está dada por la igualdad básica de oportunidades que amplía la participación social en el mismo.
Recordar estas cosas puede no estar demás en un momento en que muchos parecen estar obstinados en que Chile pierda el rumbo del progreso.
*El autor es director Academia Liberal Fundación para el Progreso
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