En los dos meses que han seguido a esa noche, los lloros y las risas han continuado. También las más burdas manipulaciones. Entre ellas destaca la que ha pretendido, con cierto éxito, hay que admitirlo, dorar la trayectoria de un presidente, Barack Obama, que en realidad ha tenido muchas más sombras que luces. Tantas sombras tuvo, que ha propiciado que Donald Trump llegara a la Casa Blanca. Y que los demócratas hayan perdido 41 senadores, 12 congresistas y 14 gobernadores, haciendo que el control legislativo y gran parte de los ejecutivos estatales pasen a manos republicanas. Es difícil reconciliar la dura y tozuda realidad que estos resultados muestran con el sueño retórico de Obama en su discurso de despedida y autobombo, en el que aseguró que “América es mejor y más fuerte que cuando empezamos [a gobernar]”. ¿Si “Yes, we did”, por qué la gente no vota al partido demócrata? La mayoría de los grandes medios de comunicación a una y otra orilla del Atlántico prefieren evitar estas incómodas preguntas y, en su lugar, denigrar al votante medio americano y arrastrar a la opinión pública occidental a un estado de histeria colectiva por cualquier tweet de Mr. Trump.
Para ellos, vayan algunos datos más sobre las sombras de la presidencia Obama: reducción de la población activa en más de 14, 5 millones de personas; aumento de las personas fuera del mercado laboral en un 18% desde 2009, llegando a los 95 millones de adultos; y estancamiento de los salarios medios. Además, gracias al Obamacare (Affordable Care Act, ACA) se ha producido un encarecimiento de los seguros de salud (las primas médicas subirán un 25% más en 2017) que ha tenido un impacto negativo en los sueldos y en la libertad de elección de los proveedores, y que no está consiguiendo su principal objetivo, la universalización de la sanidad. En política exterior, pérdida de influencia de los EE.UU. en el mundo, incapacidad de articular una respuesta estratégica efectiva ante la agresiva política exterior rusa, salida en falso en Irak, caos en Siria, fragua de un acuerdo nuclear con Irán carente de medidas de verificación suficientes, y apertura con Cuba sin mejora alguna de las condiciones de la disidencia cubana y de los derechos humanos en la isla. Obama, premio Nobel de la paz, ordenó diez veces más ataques con “drones” que Bush; involucró a los EE.UU. en dos guerras que nunca fueron declaradas (un requisito constitucional); gastó 866.000 millones de dólares en guerras (frente a los 811.000 millones de G. W. Bush); no cumplió con su promesa de cerrar Guantánamo; y se convirtió en el “primer presidente de dos periodos en haber presidido una nación en guerra todos los días de su mandato”. En estos ocho años, también se ha embarcado Obama en una inmisericorde guerra cultural contra principios y valores tan importantes para los estadounidenses como la libertad religiosa, el derecho a la vida y la familia.
Gran parte de estas y otras medidas tomadas por Obama se han beneficiado de su “creatividad” en la interpretación de la Constitución y de las leyes; es decir de gobernar a base de decretazos, saltándose los controles del poder legislativo. La indulgencia con la que la izquierda estadounidense ha justificado estas malas prácticas se vuelve hoy en su contra, pues Trump ha debido de tomar buena nota. Una “pistola cargada”, que Barack le ha dejado a Donald de regalo de despedida en el Despacho Oval. Quizás ahora la izquierda empiece a entender las virtudes de un gobierno limitado y de un Estado reducido.
La pregunta hoy es qué hará Trump con esa pistola. No hay duda, irá a la ofensiva y ofenderá a muchos.
Con alguna que otra excepción, en el tiempo que ha mediado entre su elección y su investidura, el marketing político de Trump no ha cambiado: estilo agresivo, aparentemente impulsivo y políticamente incorrecto; uso de nuevos canales de comunicación para la difusión de sus mensajes; y búsqueda de apoyos fuera de los círculos políticos y económicos tradicionales. A la hora de formar equipo, también ha seguido su propio guión, proponiendo para su gabinete y equipo presidencial a individuos alejados de los círculos de poder que hasta ahora predominaban en Washington: políticos (Perry, Zinke, Sessions, Price, Haley, Pruitt, Mulvaney); gente del mundo de los negocios (Tillerson, Mnuchin, Ross, Puzder, McMahon, Shulkin); militares (Mattis, Kelly, Flynn); profesionales y especialistas (Carson, DeVos, McGahn); burócratas (Chao, Lighthizer); y estrategas provenientes del partido republicano y de la campaña (Priebus, Bannon, Conway, Spicer). Algunos de estos nombramientos—y la elección de ciertos asesores—invitan al optimismo, pues son individuos con trayectorias prestigiosas caracterizadas por la defensa de los principios y valores liberal-conservadores; otros, por sus posiciones nacional-populistas, invitan al pesimismo. Veremos quiénes de entre ellos se ganan la confianza y el oído del presidente, que, en contra de la imagen que se le atribuye y al menos de momento, parece que es consciente de sus limitaciones y escucha.
En todo caso, es muy probable que los primeros cien días de Trump en el gobierno se conviertan en una montaña rusa (pun intended) garantía de emociones fuertes. Se está preparando un blitzkrieg, una ofensiva política relámpago.
En el plano interno, Trump y los legisladores republicanos se están moviendo rápidamente para derogar el Obamacare (o partes importantes de la ley). Las dificultades serán grandes desde el punto de vista político, pero también desde el económico porque los cambios pueden provocar la pérdida de hasta 3 millones de puestos de trabajo y 1500 billones de dólares. Ante estos retos, parece que un nuevo plan que prime la libertad de mercado puede ser la mejor solución—pero también la más difícil de conseguir—. A pesar de los vaivenes bursátiles, la mayoría de economistas parecen coincidir en que las bajadas de impuestos y el plan de inversión en infraestructuras que Trump pretende llevar a cabo ayudarán a la economía estadounidense a crecer más rápido, llevando la expansión este año a algún lugar entre el 2.5% y 3% del PIB. No obstante, sus planes de gasto (infraestructuras, defensa y muro con México, fundamentalmente) unidos a la anunciada revisión proteccionista de los tratados de libre comercio y a los menores ingresos provocados por las bajadas de impuestos, auguran significativos riesgos para la economía, en forma de una enorme deuda pública. Una buena reforma del Obamacare, que reduzca notablemente el gasto sanitario en los próximos 10 años podría ser clave para atajar parte de este problema.
En el plano externo, la política de Trump abandonará cualquier atisbo de idealismo y estará regida por un bien estudiado realismo, como predice la buena sintonía que mantienen tanto él como su equipo con Henry Kissinger. Esto implicará pragmatismo y acción estratégica solo en defensa de los intereses de EE.UU. A ello quizás se añadan dosis de nacional-populismo, haciendo que Trump adopte como modelo la acción exterior del presidente Andrew Jackson.La inmigración será el otro gran tema sobre el que la administración Trump actuará desde el primer día. Si cumple sus promesas, derogará los decretos presidenciales que regularizaban la situación de los inmigrantes ilegales que llegaron a los EE.UU. siendo niños, y la de aquellos que tienen hijos que son ciudadanos o residentes estadounidenses (DACA y DAPA). También suspenderá los flujos de inmigración provenientes de regiones en las que grupos terroristas campen a sus anchas, sustituirá el programa de reasentamiento de refugiados sirios por un plan de “zona segura”, y deportará a los dos millones de inmigrantes ilegales que han cometido delitos, entre otras medidas.
Al margen de cómo gestionará el tema del muro con México y la apertura a Cuba, el tema que más interés ha despertado en la opinión pública estadounidense es la relación que mantendrá Trump con Putin. El presidente estadounidense dejará que Rusia siga teniendo la iniciativa en Siria y podría llegar a considerar un acuerdo con Putin para enfrentar conjuntamente la amenaza que supone el Estado Islámico, y el extremismo islamista en general. En esta etapa de cordialidad y tanteo, no parece que el nuevo gobierno estadounidense vaya a tomar medidas disuasorias contundentes contra Rusia en Europa, Ucrania y el Cáucaso, a pesar de que sean zonas que bien pudieran recalentarse en los próximos meses. Sí es más probable, en cambio, que Trump levante las sanciones impuestas a Rusia tras la anexión de Crimea. El mayor punto de fricción podría ser el escudo antimisiles, pues Trump parece un firme defensor de las capacidades nucleares estadounidenses, lo que podría poner en jaque la vigencia del nuevo tratado START y la sintonía Washington-Moscú.
La evolución de esta relación condicionará en cierta medida la que mantenga EE.UU. con Europa, sobre todo en materia de defensa y energía. En todo caso, Trump fortalecerá los lazos con el Reino Unido, con quien seguramente negociará un tratado de libre comercio al compás del Brexit. Esto, unido a sus críticas a las políticas inmigratorias de la UE y a la OTAN; su posible apoyo a ciertas corrientes populistas que pudieran tener opciones de llegar al gobierno en países claves de la Unión como Francia, Alemania y los Países Bajos; y la espada de Damocles que pesa sobre el TTIP, hacen presagiar un enfriamiento significativo de las relaciones transatlánticas.
En Oriente Próximo, Trump, que ha criticado duramente el acuerdo nuclear con Irán, deberá decidir si decide romperlo o intenta enmendarlo. La postura que adopte dependerá en gran medida de lo que ocurra en el resto de la región, en particular de su química con Israel y Arabia Saudí, que en principio parece buena; de cómo evolucione la situación en Siria e Irak (creciente influencia iraní); de la inestabilidad del vecindario (Libia, Yemen); y de ciertas consideraciones económicas, como el precio del petróleo (si la OPEC lo mantiene bajo, la industria estadounidense del fracking sufrirá).
Foto: Gage Skidmore / flickr
Las relaciones con China, a pesar de ser el principal acreedor de EE.UU., vivirán momentos difíciles bajo la presidencia de Trump. Además de denunciar repetidamente sus manipulaciones financieras, el presidente estadounidense ha achacado a China gran parte de las dificultades económico-sociales que EE.UU. ha sufrido en los últimos años. La fricción militar en el mar del Sur de la China, la amenaza de una guerra comercial, el acercamiento de Trump a Taiwán y la creciente tensión con Corea del Norte, podrían desembocar en un problemático escenario en el Pacífico. China podría convertirse en el gran enemigo exterior que la retórica populista de Trump reclama.
En conclusión, todo apunta a que Donald Trump va a introducir de manera acelerada cambios de calado tanto en la política nacional como internacional de los EE.UU, para hacer de los EE.UU. una nación no solo “indispensable”, como la calificaran Madeleine Albright y Bill Clinton, sino “imparable”. Fuerza como condición para la paz. Trump y su equipo ven el dinámico contexto internacional actual como una oportunidad para introducir cambios de largo recorrido.
Mal haríamos, no obstante, en caer en alarmismos. El objetivo de adoptar ciertas posiciones maximalistas en sus primeros días en la Casa Blanca bien podría ser el situarse de partida en una posición negociadora ventajosa, que le permita afrontar con más garantías de éxito los ineludibles acuerdos a los que tendrá que llegar durante su mandato tanto dentro como fuera de EE.UU. Eso sí, el empuje “trumpista” pondrá a prueba los controles y contrapesos de las instituciones estadounidenses, así como la capacidad que puedan tener los poderes políticos y económicos tradicionales de influir en un presidente que se considera un outsider y que por lo tanto debe pocos favores. Cojan las palomitas y los refrescos, el show va a comenzar.
FUENTE: http://www.redfloridablanca.es/trump-ofensiva-ignacio-ibanez/
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