Por Alberto Medina Méndez
Algunas naciones con múltiples posibilidades demoran demasiado en evolucionar. No lo hacen al ritmo que deberían. A veces ni arrancan ese vital proceso de desarrollo que dicen anhelar. En varios de esos países las riquezas naturales están por todas partes y las oportunidades disponibles son excesivamente evidentes.
Escoger las ideas incorrectas es parte sustancial de la explicación. Cuando se selecciona el camino inadecuado, el destino es el esperable y no otro. Si el presente no satisface es porque se ha transitado por una senda repleta de consignas falsas. Lo que se creía que conducía hacia el progreso no lo ha logrado, al menos no en la proporción deseada.
Pero también ilustra este momento, la excesiva sumisión de una sociedad que tiene más paciencia que ambición. Teniendo la chance de prosperar deliberadamente espera. No lo hace sin querer. Tiene plena conciencia de que su pasividad implica como consecuencia inevitable este presente.
Las sociedades que avanzan son más exigentes. Sus ciudadanos son menos tolerantes con lo imperfecto. No soportan la corrupción, ni se dejan engañar con tanta facilidad. Y cuando eso eventualmente sucede, tratan de aprender del error, señalando con claridad su absoluta disconformidad.
Los ciudadanos prefieren seguir en esa realidad virtual cuya inconfundible cualidad es su eterna esperanza. Sueñan con la oportunidad de torcer el rumbo. Piensan que se presentará casi mágicamente esa ocasión. Siguen creyendo en la ilusión de que la democracia que tanto veneran sirve por sí misma para superarse, sin comprender que eso funciona solo si la actitud cívica es la apropiada.
El cambio solo ocurrirá cuando se modifique sustancialmente la postura de los ciudadanos. La política no es más que una mera extensión de la vida en comunidad. Cuando la ciudadanía abandone la comodidad del silencio y deje de mirar para otro lado frente a cada despropósito, será entonces la ocasión de dar el giro tantas veces reclamado, pero casi nunca exigido.
Es la sociedad la que debe liderar este proceso de cambio y no la actividad política. Cuando la comunidad decida ser impiadosa con el error de sus dirigentes, será entonces el tiempo de cambiar la historia. Antes no.
Los ciudadanos de los países que han dado pasos firmes en el sendero acertado son menos obedientes. Y eso se verifica no solo en el campo de la política, sino en lo cotidiano. Ellos son habitantes que esperan más de sus semejantes. Exigen excelente trato si son clientes, respeto en todas las relaciones interpersonales y amabilidad en sus vínculos personales.
Quien no se ajusta a esas reglas no consigue desarrollar. No es una obligación formal, sino una norma no escrita de convivencia que permite valorizar a los mejores y relegar a los que no son parte de esa dinámica.
Esa conducta frente a todo no garantiza elegir el camino correcto, ni siquiera a la hora de optar por las ideas necesarias para prosperar, pero asegura que ante el fracaso se tiene capacidad de aprendizaje.
No se trata de encontrar un método infalible. De hecho no existe tal cosa como el mundo de las certezas en esto de tomar decisiones. Justamente por eso importa tanto tener el talento de maniobrar, para lo cual resulta central darse cuenta, asumir el error y reaccionar a la velocidad precisa para retomar la ruta que lleva hacia los objetivos esperados.
No es tarea sencilla semejante desafío. Volverse exigente es una gimnasia que empieza siendo individual, para luego convertirse en una característica social que se difunde por etapas y que resulta irresistible.
No hay que caer en el derrotismo de suponer que es imposible. Mucho menos en la trampa de asumir con resignación que solo es mero atributo cultural incorregible. De hecho quienes pasan de residir en comunidades mansas para luego radicarse en otras más rigurosas, aprenden con rapidez las nuevas reglas y se apropian de esa rutina con total convicción.
El primer paso es asumir el problema. Entenderlo, comprenderlo en toda su dimensión, para luego intentar convertirlo en un hábito, replicarlo en el entorno e instalarlo como costumbre natural en la vida en comunidad.
La clase política seguirá haciendo de las suyas si la sociedad no revisa sus actuales paradigmas. Ellos pueden manipular todo, mentir de modo serial, abusar de su poder, asignarse privilegios y delinquir crónicamente sin siquiera ofrecer algo como compensación. La calidad de los dirigentes se transforma solo cuando la gente es capaz de expulsar a los peores, y desde entonces lidiar únicamente con los que cumplen con cierto estándar.
Si se desea progresar, si realmente se espera vivir en una sociedad mejor, habrá que hacer los deberes primero. Una postura cívica responsable antecede a lo que se espera conseguir. Cuando la regla general es dejarse aplastar de forma cotidiana, permitir el saqueo como experiencia diario y la propuesta permanente es seguir en lo mismo, el resultado está a la vista. Una parte relevante de ese gran cambio que todos pretenden pasa por dejar de lado esta patética historia de abundante docilidad.
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