Columnista
"La palabra “subsidiariedad” viene del latín subsidium,
cuyo significado es sencillo para los hispanoparlantes: ayuda. En ese
sentido, y en primer lugar, este principio es una derivación lógica del
tema de la función específica del estado. Esta es, de esta manera, una
ayuda específica que el estado brinda al grupo social, la cual, como
hemos visto, consiste en la custodia del bien común y, por ende, en la
protección de los derechos del hombre. Para analizar con más detalle la
lógica interna de este principio, digamos que es un principio
universal, que rige para toda organización grupal. Sostiene que las
estructuras “mayores” de un grupo no deben hacer lo que las menores
pueden. Lo que pueden hacer estas últimas se infiere de la naturaleza
de cada estructura en cuestión, pues el obrar, como reza un viejo y
fecundo principio de Santo Tomás, sigue ontológicamente a la naturaleza
de cada cosa. Por ejemplo, en la Iglesia, el Episcopado no debe hacer
lo que la Parroquia puede hacer. Y para saber qué puede hacer la
Parroquia y qué el Episcopado, debe analizarse cuál es la naturaleza de
ambas estructuras y cuál, por ende, su función específica. Aplicado
esto al caso del estado y los particulares (solos o asociados) y
aplicando la misma lógica, se deduce que el estado no debe hacer lo que
los particulares pueden hacer. ¿Y qué es lo que estos últimos pueden
hacer? Pues todo aquello que no tenga relación directa con la función
específica del estado, que es la custodia del bien común."[1]
Sin embargo, en nuestros días –y desde hace varias décadas ya- el principio de subsidiariedad se ha entendido en sentido opuesto al citado supra,
al punto de haber sido invertido por completo en su significado, y de
acuerdo al enfoque estatista, este principio vendría a indicar que el
estado debe hacer todo aquello los particulares no pueden ni desean hacer. Se parte de la base actualmente que los particulares sólo estarían facultados
de hacer todo aquello que el estado -de hecho o potencialmente- no
haga. Esto explica el crecimiento del tamaño de los estados-nación a
proporciones gigantescas y dantescas en algunos casos. Por ejemplo:
"En
el caso de Gran Bretaña, el volumen total de regulaciones crece como
resultado de su participación en la Unión Europea. Los datos completos
acerca de las regulaciones de la UE escasean. Sin embargo, parecería
ser que pese a la promesa de Jacques Santer de que introducir el
principio de subsidiariedad significaría “menos y mejores” normas, el
volumen de regulaciones de la UE crece en forma continua. Según cifras
de la propia UE, el total de actos legales de la CEE/UE en vigencia
creció de 1.947 en 1973 a 14.729 en 1990 y a 23.027 en 1996. (15) Otro
indicador de cuán activa es la máquina reguladora de Bruselas es que el
número de páginas producidas por la Publicación Oficial de la UE se ha
más que duplicado durante un período de siete años – de 886.996 en 1989
a 1.916.808 en 1996. Los costos de cumplimiento van a ser más
elevados, sin duda, en aquellos países donde la interpretación nacional
de las normas de la UE sea más estricta que las mismas normas
originales, como ha sido a menudo el caso en Gran Bretaña. (16) Y serán
mayores en aquellos países donde existe una fuerte tradición a
obedecer la ley que en aquellos donde el respeto por la autoridad legal
es débil"[2]
Bajo
la excusa o con el pretexto de introducir el "principio de
subsidiariedad", se crea todo un fenómeno que se conoce en la doctrina
como de hiperinflación legislativa, con los consiguientes
aumentos de los costos generales, tal como se consigna en la cita
precedente. Todo ello demuestra que, en la práctica, la tergiversación
del principio de subsidiariedad lo que ha dado como resultado es a
que cada vez mas actividades privadas se consideren "a cargo" de los
gobiernos, y que estos terminen absorbiendo cada vez áreas mayores de
ocupaciones que los ciudadanos no sólo desean realizar sino que están
en perfectas condiciones de hacerlo.
Tal
como venimos observando, este principio ha sufrido una alteración de
suma gravedad, porque hoy en día "se entiende" por el mismo que "los
particulares no deben hacer lo que el estado puede hacer", lo que da
lugar a un estado ilimitado y omnipotente que "todo lo puede". Es
decir, esta tergiversación da espacio a un estado totalitario, ni más
ni menos.
Como dijimos antes, este "mal entendido" viene de épocas atrás, como lo demuestra esta cita:
"Luckey
analiza dos artículos de Murray de los años 1953 y 1961
respectivamente en los cuales el jesuita habla de la intervención del
Estado en el mercado. En el primer artículo, "Leo XIII: Two concepts of
goverment", sostiene de acuerdo al principio de subsidiariedad que la
intervención del Estado debe implementarse para remediar serios males
debidos al uso irresponsable o al abuso de la libertad y como último
recurso. Dice que la tarea propia del gobierno "no es la intervención
sino la promoción, protección y defensa de una vida económica
verdaderamente libre, autogobernada y ordenada". El segundo artículo,
"Natural Law and Public Consensus", sostiene que "la tendencia natural
de una economía individual es hacia una organización oligárquica y
hacia una independencia de todo control político, por no decir popular.
La decisión por una democracia económica no es una decisión económica.
Es política."[3]
Es en tales ideas que John Courtney Murray fundamenta el "principio de subsidiariedad".
En
suma, este principio se ha convertido en ya no un instrumento del
intervencionismo, sino en otro del totalitarismo, lo cual es mucho más
grave.
[1] Gabriel J. Zanotti El humanismo del futuro. Ensayo filosófico –político. Con actualización del 2002. Pág. 48-51
[2]
John Blundell y Colin Robinson "Regulación sin el estado". Revista
Libertas 32 (Mayo 2000) Instituto Universitario ESEADE Pág. 5-6
(*) Sobre el autor: www.accionhumana.com
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