Un gran relato
Es un gran relato. La historia de un hombre que ve cómo, ya a punto de llegar a la cima –a cualquier cima, quizá sea mejor para el cuento que no se diga cuál–, empieza a resbalar, y resbalar, y resbalar. Un hombre que sabe que se está cayendo, que perdió –pero que todavía cree, contra toda apariencia, que podrá detener la caída.
Es un clásico, casi una tragedia: la historia de un hombre que podría haber conseguido todo lo que ni siquiera había osado desear si no fuera porque, en un momento de soberbia –en esa borrachera de poder que unos griegos llamaban hubris–, cometió un error bobo. Menor, cualquier cosita: no sé si vale la pena contarlo con detalle, pero tiene que quedar claro que, comparado con lo que está a punto de perder, su patinazo fue una chuchería. Si el protagonista fuese un médico podría haber aceptado dinero de un laboratorio para recetar un remedio dudoso, si fuera un novio haber tenido un revolcón con una rubia dos meses antes de su boda, si un funcionario haber caído en la tentación de un negocito. Algo pequeño, en cualquier caso; algo que, por su propia nimiedad, había casi olvidado. Y que ahora, cuando ya consiguió casi todo, vuelve para desbarrancarlo.
Es una gran novela: el monólogo interior de un hombre que no sabe qué hacer, cómo seguir, si aceptar su suerte y su vergüenza o negarla y creer que el mundo se conjuró en su contra. Un hombre que ve cómo, desde que lo suyo se hizo público, todos parecen evitarlo; cómo esos que unos días antes lo buscaban, le sonreían, le besaban las extremidades ahora dan vuelta la cara y simulan no verlo cuando pasa. Entonces la rabia lo desborda y se deja llevar por su propia invención inverosímil paranoica y consigue creerse, por un rato, la víctima de una conspiración terrible, un mártir de vaya a saber qué rara causa. Hasta que no puede más que recordar su patinazo y su martirio se le deshace puro humo. Entonces tiene momentos de lucidez en que acepta –frente a sí mismo acepta, perdido de dolor acepta– que la culpa es solo suya, toda suya y nada más que suya, que si hubiera sabido contenerse nada de esto le estaría pasando, que se pasó de vivo, que si no se hubiera creído que lo podía todo. Pero son momentos breves, rápidamente desechados para volver a las teorías conspirativas que le permiten seguir en la pelea. Y, así, su propio relato se va alejando cada vez más de cualquier verosimilitud. El lector, en esas páginas, sufre la degradación del personaje, lo compadece, se tensa viendo cómo cada decisión que toma lo acerca más a la catástrofe.
Es teatro del mejor: la historia de un hombre que, aún cuando se sabe acorralado, aún cuando ve cómo se cierra el círculo, sigue creyendo que podrá con ellos. Se lo ve convencido: no quiere darse cuenta de que realmente lo agarraron, confía en su poder, confía en sus amigos poderosos, confía en la reconocida tontería de sus enemigos, cree que, como otras tantas veces, al final va a salirse con la suya. El hombre se reúne con esos fieles –menos, cada vez menos– que creen que todo es una vil patraña, invento de esbirros y mafiosos, y les repite una y otra vez ese relato que vacila, que yerra, que se deshilacha y que, cuanto más oyen, menos creen. Pero no se lo dicen: por piedad, por miedo, por algún cálculo pequeño. Y el hombre, por supuesto, la sigue peleando: no quiere ni puede ni sabe darse por vencido. En medio del combate, hay un falso clímax en que el hombre cree que se va a salvar, y consigue convencer a algún espectador. Pero la mayoría sabe –han visto muchas obras como ésta– que es sólo la última ilusión antes de la caída final, la que la hará más brutal, más tremebunda. Es Hitchcock puro: todos vemos la bomba debajo del sillón –salvo el hombre sentado.
El hombre, queda dicho, todavía no sabe. Pero los espectadores notamos que sus argumentos son cada vez más torpes, más desesperados, más inútiles y entonces vemos cómo, poco a poco, va entendiendo que no tiene salida. Es el momento culminante de la obra: un hombre que ya se sabe derrotado está a punto de quebrarse pero sigue peleando porque, de todos modos, qué otra cosa le queda; porque, peleando, por lo menos alarga la agonía –la vida, la agonía.
Esos momentos de pelea sin esperanzas llevan al tonto que se arruinó la vida por soberbio cerca de la grandeza, casi tocando la supuesta grandeza trágica del hombre solo contra el mundo. Pero es una ilusión; el hombre cae gritando, pataleando, buscando manos que lo esquivan. Entonces empieza a preguntarse –y a preguntar a esa persona que le ha seguido fiel, una novia, un amigo, sobrepasados por las circunstancias, con ganas de dejarlo pero también pudor o lealtad o pena todavía– si le conviene renunciar, inmolarse heroico por el bien de la causa –y con eso obtener quizá la gratitud a largo plazo de los suyos que, una vez se les pase el odio por su patinazo, podrían recompensarlo de algún modo–, o pelear hasta las últimas sin darse por perdido aun cuando sabe que lo está –con lo cual el daño que infligirá a los suyos será mucho mayor, y también el odio que le guarden, pero podrá mantener hasta último momento, hasta más allá de cualquier realidad, una esperanza.
Y entonces las noches de desesperación y duda, de monólogo ya sin remedio, de obsesión pura y dura: me voy, no me voy, me voy, no me voy, no voy a caer solo, si caigo me llevo puestos a unos cuantos pero cómo carajo me dejé convencer, me creía tan vivo y soy un boludo un boludo un boludo, si tenía todo y lo tiré a la mierda, mejor me voy qué otra cosa voy a hacer, no, qué me voy a ir, se la voy a pelear hasta el final a estos guachitos, me llevo puestos a unos cuantos de ellos, o capaz que a unos cuantos de esos que decían que eran amigos, o se creen que me van a dejar ahí tirado como un sorete y se la vayan a llevar de arriba, qué se creen que soy, qué soy, qué soy qué boludo cómo pude –y así horas y horas, hasta que deje de escucharse y se convierta en un engorro también para sí mismo.
Sería, sí, un gran relato. Pero, estirados, pasados de su punto, incluso los más grandes consiguen aburrir al respetable público. Y -lo sabemos- no hay nada más temible que un público aburrido.
(Es una historia posible, interesante. Mucho más triste sería pensar que el hombre, en realidad, ha patinado tantas veces que todo le resbala y se lo toma con filosofía: y sí, alguna vez tenía que pasarme, calavera no chilla. Y que si niega todo y chilla y la pelea es porque forma parte del circo necesario. Eso sí que no sería un gran relato: sólo una historia demasiado repetida).
(*)Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es escritor y periodista, premios Planeta y Rey de España. Su libro más reciente es Los Living, premio Herralde de Novela 2011.
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