domingo, 20 de noviembre de 2011

ARGENTINA vs ESPAÑA:¿un Rey?

Por:   
PAMPLINAS-El País.es
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Nos entendemos, no nos entendemos, queremos y no queremos entendernos: vamos y venimos. Pero si hay algo que a los argentinos les escapa –nos escapa– de España es eso de que sean un Reino, de que tengan un rey.
Los argentinos conocieron a Juan Carlos de Borbón en noviembre de 1978, el mejor momento de la dictadura militar campeona del mundo. En esos días el rey reciente vino de visita y tuvo varios encuentros con el asesino convicto Jorge Videla. En esos días su reina reciente tuvo un encuentro singular con cierto rasgo argento: una señora Beccar Varela, tan copetuda ella, le robó la capa de seda que Sofía de Grecia de Borbón había dejado en el vestuario del teatro Colón. La descubrieron, la devolvió: muchos dijeron que era una venganza justa –aunque no supieran explicar qué vengaba. Era, más bien, cholulismo de Estado. Después, el rey menos reciente volvería tres veces más: su presencia repetida no nos lo vuelve más inteligible.
Nos cuesta entender la idea de un rey. Nos hicimos país contra esa idea: reyes eran los que conquistaron, reyes los que pelearon contra los que fundaron nuestros países, reyes los que siempre representaron el abuso y la arbitrariedad, reyes la dictadura sin fecha de vencimiento, reyes las figuras contra las cuales se organizó la idea republicana de gobierno –más allá de cómo nos funcione.
–¿Un rey? Y después nos dicen a nosotros que siempre andamos detrás de algún caudillo.
–¿Pero se lo tomarán en serio?
–Bueno, un amigo español me dijo que era más bien folclórico.
–¿Y no tienen zambas o chacareras?
No es que no seamos víctimas de esa razón apichonada que supone que siempre necesitamos un papá que nos lleve de la mano; sí, que lo disimulamos, que no pensamos que papá deba ser siempre el mismo, que nos permitimos elegir uno nuevo cada tanto, que creemos que ese papá debería estar definido por rasgos propios –su carisma, su inteligencia, su poder, su fiereza– y no por los nombres de su mamá y papá.
–Tienes que pensar cómo era España cuando él se coronó. Todos creíamos que sin rey no habría transición. Entonces ser realista era ser realista.
–¿Pero eso no fue hace más de 30 años? Quizá ya podrían probar qué pasa si papá no los cuida.
A mí también me impresiona que España tenga un rey: que haya un señor que se suponga distinto de todos –mejor que todos, por encima de todos– por portación de abuelo. Sus choznos decían que era su dios el que los elegía; ahora creo que la idea les da leve vergüenza.
 No me extraña. Que haya un señor que, desde el principio, sin haber hecho nada para conseguirlo, tenga una calidad distinta del resto es una negación –fuertemente simbólica– de cualquier valor de igualdad. Muchos hombres pelearon –desde hace un par de siglos– para que todos fueran en principio iguales: que todavía queden señores con semejante privilegio innato me parece levemente insostenible –y absolutamente trasnochado. Es cierto que sucede en todos los campos: el hijo de un rico nace rico, con el poder y la potencia de su riqueza. Pero que un país se una para consagrar la quintaesencia de esta idea y se jacte de ella, me sorprende. Puede que el señor rey sea sobre todo un símbolo: entonces habría que pensar un símbolo de qué.
–Bueno, dicen que representa la continuidad de la nación.
–¿El pasado, quiere decir usted, sus peores épocas?
Me dirán que su trabajo también es simbólico. Debe serlo, aunque la palabra monarquía sigue significando, pese a todo, gobierno de uno –moderado, claro, por su adjetivo constitucional. Y convengamos en que resulta un símbolo culturalmente pobre. La cultura es el camino hacia la abstracción de ciertos conceptos. Pensemos la riqueza y su circulación: hace milenios, quien quisiera hacerse con una vaca debía llevar tres ovejas para el trueque; después alguien pensó que si las tres ovejas valían diez gramos de oro, una vaca valía los mismos diez gramos, y también cuatro ánforas de aceite y una ofrenda a Baal y dos noches con la Sulamita: que esos diez gramos eran el valor común de todas esas cosas, abstracción pura. Después un rey pensó que si le ponía su sello a esos diez gramos, todos creerían que ese trocito de oro tenía la cantidad que él decía que tenía: las monedas siempre fueron una forma de ejercer el poder del Estado, miente que algo queda. Y después unos comerciantes venecianos imaginaron que si escribían en un papel que ese papel valía cien monedas y cuando alguien venía y les traía el papel y les pedía las cien monedas se las daban, ese papel empezaría a valer realmente cien monedas: un grado de abstracción mucho mayor. Que aumentó cuando fueron los estados los que dieron fe de esos valores de papel, y más cuando esos papeles empezaron a desaparecer, reemplazados por trocitos de plástico que aseguran que el portador está en condiciones de pagar determinada suma, y más todavía cuando algo parecido sucede en una pantalla de internet: tan lejos de las tres ovejas.
–¿Y cuál es su valor?
–No sé, señor, una vez me atreví a pedirle a mi señora que me…
–Pare, hombre, no diga tonterías. Su valor neto, le digo. What’s your worth, quiero decirle.
El proceso de abstracción del valor de cambio es un camino cultural notable; algo parecido hizo que los hombres pasaran de creer que ese árbol era dios a pensar que lo era el abuelito muerto a suponer que había seis docenas y se fornicaban y acuchillaban entre sí en rincones oscuros del Olimpo a imaginar por fin que era uno solo y no tenia forma ni lógica ni atributos pensables por un hombre. Y lo mismo sucedió con la tribu que sólo se mantenía unida porque seguía al mismo jefe y el reino que se sentía unificado por la existencia de su rey –y que, de a poco, se fue transformando en ese concepto complejísimo que llamamos nación, donde los elementos aglutinadores se hicieron cada vez más abstractos.
Las naciones usan símbolos, necesitan símbolos: las naciones tienen como símbolos banderas, memorias, himnos, grandes relatos, odios, camisetas. Son símbolos con cierto grado de abstracción, desencarnados: unos colores, unos dibujos, unas palabras, unos versos con sus compases respectivos. En cambio que una nación necesite tener un jefe vitalicio –sintetizar en un señor, en carne una nación– es un gesto de tan poca abstracción que suena desfasado.
O, por lo menos, eso creo. Pero los españoles decidieron que estaba bien tener un rey y que además éste era tan simpático. Nosotros, en su lugar, tenemos peronismo.
Fuente:Pamplinas-Blog Inernacional-ElPais.es

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